30 septiembre 2006

Pánico en el Gym


Me lo contó Alfonso, que se lo había contado un colega suyo (de profesión, no de colegueo) que también va a nuestro Gym. Hace algunas semanas, una chica sufrió allí un infarto mientras hacía spinning (que es eso de hacer como la Jane Fonda pero subido a una bicicleta y pedaleando frenéticamente al ritmo de Shakira mientras una monitora hiperactiva te grita gilipolleces como “¡¡¡Vamos a conseguirlo, chicos, somos un equipo!!!”). Falleció en el acto, la chica, allí mismo, antes de que llegara el Samur. Pobre.

Poco antes del luctuoso suceso, a mediados de agosto, este servidor de Uds. había sufrido un tremendo batacazo al intentar subir a una cinta de correr sin advertir que estaba en marcha. También es verdad que iba sin gafas y bastante atacao. Todavía tengo cicatrices. ¿Alguien se tomó la molestia de ayudarme a levantar? ¿Alguien detuvo un instante su importante ejercicio aeróbico para preguntarme si me encontraba bien? Pues no. Nadie. Ésto es Madrid, señores.

Así las cosas, esta semana he procurado no faltar a mi cita con la cultura física y, para conseguirlo, he modificado el horario. En lugar de volver al hogar desde el banco, comer, echarme un ratito de siesta y vencer arrobas de pereza para llegar al gimnasio a eso de las 8 de la tarde, he decidido pasar de la alimentación y del sueño y acudir derechito del trabajo al body-trek sin pasar por casa.

Así que llego al Gym a eso de las tres y media de la tarde, que es cuando menos gente hay, porque los que van a la hora de la comida-entre-oficinas ya se están marchando y los putones brasileiros de discoteca todavía no han llegado. Y me encuentro con que es la hora de la limpieza. Una chiquita muy joven y con muy buen tipo se dedica a pasar la fregona por todo el inmenso local. La típica niña mona con aires de “me están Uds. viendo aquí pasar el mocho, pero que sepan que muy pronto voy a ser una superestrella de la multimedia. Por lo menos”.

El miércoles ya le vi las intenciones: Mientras me esforzaba en superar mi récord de calorías quemadas en el stepper, observo por el rabillo del ojo como la muy bruja se va acercando arteramente con su fregona, inundando de agua jabonosa el suelo de linóleo, escurriéndola bien contra los enchufes de las máquinas. “Te vas a electrocutar, monina” -pienso, pero no hablo- “y de paso te vas a cargar toda la instalación eléctrica del local”. Nos cruzamos miradas desafiantes. Y en ese momento, arremete un violento fregonazo al enchufe de mi stepper. Kaputt. Pantalla en negro, perdido el programa, perdida la información de tiempo transcurrido. A empezar desde cero, en otra máquina, porque no es plan ponerse a enchufar la cosa en el medioambiente pantanoso que la Diva del Mocho ha dejado a su paso.

El jueves el odio se hace explícito. Pedaleo a buen ritmo en la bicicleta estática mientras medito sobre la inconsistencia del ser en el devenir de la existencia. A los pies de mi bici, una toallita para secarme el sudor y una botella de agua para no deshidratarme. Ella acecha con su fregona asesina. Tiene 500 metros cuadrados vacíos de gente para desfogarse, pero viene hacia mi. Vaya por dios. Cuando la grumetilla llega a mi lado, hago ademán de retirar mis trastos –por ayudarla, por si le resultan un estorbo en su menesteroso afán de baldear la cubierta del buque ballenero. Pero ella es más rápida: Agarra la botella y la pone en otro lado mientras me dedica la peor de sus sonrisas y, triunfante, exclama:”¡¡No tengas miedo, que no te la voy a quitar!!”. Me callo, pero te la guardo, japuta.

Y hoy, viernes, el drama. Desde el principio, voy evitando el encuentro: Si ella friega las cintas, me voy a la bicicleta, si viene a las bicis, me piro al body-trek. Y así logro mi objetivo: 60 minutos de ejercicio continuado y sin sobresaltos, 800 megacalorías, las cinco de la tarde: Todavía me queda tiempo para unos saludables estiramientos en la sala contigua. Contento y ajeno a la conspiración, me encamino a los vestuarios. Sin darme cuenta de que, mientras yo me estiraba, Ella ha encharcado el pasillo con su disolución acuosa de Mr.Propper. (Bueno, ahora se llama D. Limpio, pero para mi seguirá siendo Mr. Propper hasta el fin de los tiempos). Alegre y confiado, piso con garbo el sintasol. Resbalo. Parece que recupero el equilibrio. No, vuelvo a resbalar. Me caigo de culo. Trastazo.

Y sucede el milagro: antes de que me dé tiempo de esbozar un leve gesto de dolor, cuatro robustos monitores –tensos deltoides, bíceps poderosos- me ofrecen su ayuda y su consuelo. “No es nada, no es nada, estoy bien” –les tranquilizo al ver que, despues del episodio del infarto, están un poquito nerviosos ante la perspectiva que de Sanidad les cierre el local por su evidente peligrosidad. “Ha sido sólo un resbalón, por culpa del AGUA JABONOSA...” Y entonces, al tiempo, los cuatro titanes dirigen sus miradas furibundas a la ilustre fregona.

La venganza dicen que sabe mejor en frío. Pero a mi me gusta así, calentita.

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