3 de febrero, viernes. Llaman desde la sucursal de H... He cometido un fallo garrafal que puede costarme el puesto de trabajo. El culpable, clarísimo, soy yo, por bueno y por gilipollas. Es que todas las ancianitas me enternecen, pienso que son mi abuela y no puedo negarles nada. Y esta bruja se ha llevado 150.000 euros de una cuenta que estaba pendiente de una testamentaría. Me paso varios días sin dormir.
5 de febrero, domingo. Llegamos tempranito, Alfonso y yo, a Barajas, a la nueva terminal 4 para recoger a Yorgos que llega de Israel. Aparcamos sin problemas. Al salir del parking observamos grandes colas para pagar: los cajeros automáticos no funcionan. Entramos en la T4. Muy bonita y muy moderna. Toda llena de policías y payasetes. En Llegadas, cuatro pequeños paneles con escasa información de los vuelos. No viene la hora de llegada ni los posibles retrasos. Sólo que los pasajeros del vuelo de El Al salen por la sala 11. Buscamos el mostrador de información. Hay unos 2.000 payasetes pero sólo dos señoritas (muy monas ellas) con chaquetas verdes de AENA. Nos dicen que el vuelo de Tel Aviv ya ha llegado (a las 11:00). Volvemos a la puerta de la sala 11. Yorgos no aparece. Alfonso pregunta a un policía y a varios pasajeros que salen con cara de cabreo. Parece ser que hay retrasos de dos horas para recoger las maletas. Bueno, pues ya nos llamará al móvil. Por si nos perdíamos, habíamos quedado con él a las 12:30 en la cafetería Illy de la terminal 2 (la antigua). Recogemos el coche –los cajeros de monedas no funcionan pero si los que van con tarjeta- y nos acercamos a la T2. Tomamos un café y leemos los periódicos. Nos aburrimos. Le llamamos al móvil, pero está desconectado. Alfonso entra en la tienda de discos y se compra el de Madonna y el de recopilación de Eurythmics. A las 14:10 aparece Yorgos con cara de necesitar urgentemente un Valium: Ha tardado más de dos horas en recuperar sus maletas. Primero anunciaban que saldrían por una cinta, luego por otra de más alla y finalmente desaparecía cualquier información sobre esos equipajes. Nadie les informaba. Su móvil no tiene cobertura en España y los teléfonos de monedas no tenían línea. Luego ha tenido que guardar una larga cola para el autobús que enlaza con la lejana T2. Esa noche, en el telediario, escuchamos a la ministra de Fomento: La culpa de los pequeños problemas de la T4 la tienen los usuarios, que somos unos paletos despistados que llegamos con el tiempo justito. Pues vale.
7 de febrero, martes. Como cada martes, después de trabajar tomo una frugal colación, hago la compra en Mercadona y recojo a mi sobrina Carmen, que sale a las 18:00 de sus clases de teatro. Nos quedamos en casa de mi hermana hasta que ésta llega del trabajo. Mientras Carmen estudia mates y cono, yo me leo sus libros. Tiene uno muy divertido de un marcianito verde que viene a la Tierra como inmigrante sin papeles y se hace amigo de un niño estrábico. En ésto, Yorgos me llama al móvil: Ha leído en el periódico el anuncio de un "masajista turco". Quiere que yo llame a ese número para informarme de tarifas y servicios. Yorgos es griego (como su propio nombre indica) y tiene una extraña fijación sexual con el Turco (ese enemigo). "¡Estoy con mi sobrina de diez años, en casa de mi hermana, llama tu, tío!" "Es que si llamo yo, me notará el acento extranjero y me timará" "¿Pero no dices que es turco? Pues entonces también tendrá acento y no notará nada!..."
9 de febrero, jueves. Tenemos entradas para el María Guerrero: "A Electra le sienta bien el luto" de Eugene O’Neill. A las 8 estamos en la puerta del teatro Yorgos y yo. Hemos quedado un poco pronto para tomar una caña previa, pero Eduardo anuncia por SMS que llega con retraso (normal) y Alfonso me llama al móvil: se ha perdido (típico). Llegan a tiempo y entramos. La obra original dura más de cuatro horas, así que han recortado "un poco" y la han dejado tipo resumen. Es un dramón en el que no muere el apuntador porque ya no se ejerce ese noble oficio en el teatro contemporáneo. Las interpretaciones, flojitas. Al salir, cañas y fritangas variadas en el bar de toda la vida de la calle Almirante, en donde recala también gran parte de la compañía teatral. Esa noche mi estómago arde y tampoco duermo.
11 de febrero, sábado. Me levanto a las 06:30 (si, a las seis y media de la madrugada) para ir a trabajar a ese barrio al norte de Vladivostok en donde trabajo. Me mareo, siento vértigos y me duele el lumbago. Hasta las 10:30 no entra ni Alá en la sucursal, pero a partir de entonces aparece una horda de marujas, jubilatas y payoponis surtidos. A las 13:00 cerramos al público. A las 13:05 he cuadrado mi ventanilla. A las 13:15 salimos por la puerta. Me pasan a buscar Alfonso y Yorgos para ir a comer a algún sitio cerca de Madrid. Propongo "Casa Hilaria" en Valsaín. Judiones, cochinillo y postres variados. Tintorro y chupitos de hierbas. Mi estómago protesta. Visita relámpago al Museo del Vidrio en La Granja, donde Yorgos compra algunos recuerdos. Vuelta a Madrid, minisiesta y otra vez al teatro: "Salomé", de Oscar Wilde. O como destrozar un texto exquisito con una puesta en escena desastrosa. Salomé es orientalismo fin de siglo, es como una porcelana exótica en la vitrina dorada de un marqués decadente y pederasta. Y aquí todo eso brilla por su ausencia. Eso si, les ha quedado una obrita muy moderna, con su pareja de hecho gay, su verdugo subsahariano, prosegures que hablan todo el tiempo por el walkie-talkie y escenografía postindustrial. Se salvan las interpretaciones de Millán Salcedo (Herodes) y Elisa Matilla (Herodias), pero la pobre María Adánez debería limitarse a las telecomedias de éxito. Su danza de los siete velos recuerda a los bailecitos de Raffaela Carrá con el ballet Zoom y la escena que me monta con la cabeza del Bautista a modo de vibrador es digna de Regan, la niña de El Exorcista.
12 de febrero, domingo. Nos levantamos pronto para llevar a Yorgos a Barajas. Yo sigo con vértigos y mareos. Creo que es algo de las cervicales. A las 10:00 estoy listo. A las 10:30 Yorgos recuerda que tiene que deshacer su maleta porque olvidó coger dinero israelí y las llaves de su apartamento en Jerusalén. A las 11:00 estamos llegando a la T4. Conduce Alfonso, por mis vértigos. Insiste en desviarse a "Salidas" en vez de acceder al parking. "Vale: nosotros nos bajamos y vamos facturando y tu aparcas. Nos vemos en el mostrador de facturación". Al llegar frente al grandioso edificio la carretera se divide: hay dos carriles para taxis y bus y uno para coches particulares, con un escaso arcén bastante ocupado. Alfonso para el coche en medio de la calzada. Delante hay dos policías municipales. Yorgos y yo nos bajamos y estamos sacando su equipaje (ni la Piquer con sus baúles) cuando uno de los policías se pone a gritar, histérico. Alfonso, nervioso y temiendo una multa, arranca sin que hayamos sacado la mitad de las bolsas, maletitas y ropa diversa de Yorgos. Yorgos casi se cae y me grita que su billete ha quedado DENTRO del coche, así que no podemos facturar. Los policías se me acercan y me empiezan también a gritar no sé qué. Yo grito más y me dirijo al primer policía: "¡pero si no molestábamos a nadie, TIO!". Llega el segundo poli y me larga una bronca de aquí te espero porque les he faltado al respeto con eso de TIO. Procuro contenerme y me disculpo, explicando que estamos muy nerviosos porque llegamos con el tiempo justo. Entramos al edificio. La compañía El Al factura sus vuelos donde Yavéh dio las tres voces, en el último rincón de la terminal. Llegamos al mostrador y preguntamos a una señorita si vamos bien de tiempo para facturar. Nos hace un gesto como de que no. Me voy corriendo a buscar a Alfonso y dejo a Yorgos en la cola. Pronto me doy cuenta de que no voy a conseguir encontrarlo en esa enormidad de edificio. Vuelvo y me encuentro a Yorgos con un par de policías de paisano israelíes que le preguntan quién cojones era yo (que aparecí y desaparecí corriendo, totalmente sospechoso de ser un terrorista suicida palestino). Aclarado el tema, aparece Alfonso con el resto del equipaje. Yorgos consigue embarcar. Fin del post.