En aquella casa de la Avenida de Felipe II había tres habitaciones que marcaban espacios con funciones muy distintas.
Estaba la cocina, grande, siempre caliente en invierno por el fuego de carbón que mi abuela encendía a primera hora de la mañana en su
vieja Orbegozo de los años treinta. Con una mesa camilla cubierta con mantel de cuadros, donde se comía cualquier cosa a cualquier hora. Mi abuela trajinando en la lumbre, limpiando pescadillas que habría comprado en
el mercado de Torrijos (“la plaza”). Isabel, la eterna asistenta, lavando ropa en una tabla de madera apoyada sobre la pila de mármol. Mis tías entrando y saliendo en combinación y con rulos en la cabeza, camino del cuarto de baño. Mis tíos picoteando directamente de las cazuelas.
Luego estaba el Cuarto del Piano. Había sido el despacho de mi abuelo. Aficionado a la relojería y a la incipiente electrónica, dejó allí al morir un enorme cúmulo de instrumental y maquinaria que nadie se atrevió a tocar. Por otra parte, la habitación recibía su nombre del instrumento musical que la presidía. Con él había estudiado mi tía Maruja su carrera de piano. Nunca tocaba, porque mi abuela decía que le daba dolor de cabeza. Manías. El cuarto se convirtió en espacio de juegos para los niños. Tardes enteras intentando sintonizar a los marcianos en una vieja radio Philips, viajando
al planeta Mongo con Flash o tocando a la pianola
la marcha turca de Mozart.
Finalmente, el Gabinete. En la zona noble de la casa, con balcón a la avenida, era la antecámara del dormitorio o alcoba de mi abuela. Una doble puerta lo comunicaba con el gran comedor de muebles oscuros, un poco tétricos, una fantasía de estilo Remordimiento con muchos caballeros y dragones. Contrastando, el gabinete era una habitación luminosa, pintada en rosa pálido primero, beige más tarde. En el centro, la mesa camilla, con brasero eléctrico bajo sus faldas de fieltro. Vértice de todas las conspiraciones, meriendas, partidas de brisca, tute y siete y media. A un lado, la televisión. Primero, una Normende que había traído mi abuelo de Alemania. La última tecnología teutónica en blanco y negro, bellamente enmarcada en un mueble de maderas nobles. Con su UHF y todo. Cuando había tormenta, debíamos apagarla porque mi abuela pensaba que atraía los rayos. Duró muchísimos años, hasta bien entrados los ochenta no se sustituyó por una de color. Recuerdo haber visto allí los funerales de
Juan XXIII y del
presidente Kennedy (soy ya tan viejo). En un rincón, una vitrina de falso estilo dieciochesco exhibía diversas chuminadas y chinoiseries, figuritas de marfil y de palo rosa traídas de Tanger, un
amadeo de plata convertido en cucharilla, una
geoda. En la esquina opuesta en diagonal, un precioso mueble de marquetería camuflaba una vieja
máquina de coser Singer. Dos butacones de orejas y un par de sillas desvencijadas, un pequeño velador de mármol y una lámpara de pié completaban el mobiliario. En las paredes, un cuadro al óleo -academia impresionista- pintado por un eminente amigo de la familia. Un par de fotos familiares de los años cuarenta, los chicos por un lado, repeinados con gomina y bigotitos a lo Clark Gable. Las chicas por otro, pálido reflejo del glamour de Hollywood.