Después de varios infructuosos encuentros con gente poco interesante a la que conozco por anuncios de la Guia del Ocio, llega la primavera del 79. Hago acopio de valor y me decido. Entro por primera vez en el Cine Carretas. La Catedral. He buscado en Google algún comentario, alguna imagen de aquél templo mítico, con escasos resultados. Describirla es todo un reto.
Tras adquirir la entrada a una taquillera que podría ser tu tía Manolita, un acomodador fijo en la empresa desde su fundación te introduce en la sala –la negra panza de un enorme cetáceo- desde su costado izquierdo, según se mira a la pantalla. Te deposita en una butaca de las primeras filas. Lo primero que notas es el olor, mezcla de sudor, semen y ozonopino. Y un ruido constante de pasos, crujidos, jadeos. Poco a poco, tus ojos se van acostrumbrando a la oscuridad, levemente iluminada por la reposición de alguna película S italiana, probablemente algo de Tinto Brass. Imposible concentrarse en la proyección cuando te das cuenta de que una multitud fluye por los pasillos laterales. Te unes a esa corriente, río arriba, aseguras tu cartera en un bolsillo delantero del pantalón y llegas al corredor detrás de la última fila de butacas. Allí la comitiva se estanca en un terreno pantanoso, poblado de criaturas tentaculares. Algunas te acarician con respeto, con mimo educadísimo; otras te avasallan y pellizcan, te reclaman con urgente descaro. Si logras atravesar estas ciénagas, si no te hunden las arenas movedizas del pasillo central, últimas filas, arribarás al pasillo lateral derecho, que desciende suavemente hacia dos puertas mal alumbradas. La primera es la salida a un antiguo vestíbulo, el que da a la calle Espoz y Mina. Allí los visitantes más discretos fuman, charlan y observan el material. La segunda conduce a otro largo corredor que, rodeando el escenario por detrás, desemboca en el pasillo lateral izquierdo, punto de origen de tu odisea. Por aquí se accede también a los baños, donde un nutrido grupo de habituales hace su tertulia, canta coplas, se pelea a gritos, conspira.
Este mundo está habitado por toda suerte de individuos. Aquí el marqués y el arzobispo se mezclan con el lumpen más exquisito; el estudiante progre de tres al cuarto liga al policía de la Dirección General de Seguridad. El probo empleado, el honesto padre de familia echa una canita al aire con un chapero de Melilla. Y el pintor pobre que viene de Málaga. Y el peluquero guapísimo de Azerbaiyán. Y el peletero catalán afincado en Lavapiés. Y el chico de un pueblo de la sierra que acude cada sábado. Y el buscavidas chileno, que huyó de la represión de Pinochet. Y el joven donostiarra, ejecutivo de banca que tu padre ha contratado.
La primera vez que entré, sólo pude soportarlo diez minutos. El miedo y el hedor me sobrepasaron y tuve que salir corriendo, asqueado y fascinado a la vez. Pero luego volví muchas veces y lo digo con orgullo y creo que no pude tener mejor escuela de la vida. Y cada vez que paso por la calle Carretas y observo el luminoso del bingo que ahora ocupa el sagrado suelo de la antigua Catedral, no dejo de sentir un ligero estremecimiento melancólico.
2 comentarios:
Y nunca fui al Carretas... era "muy niño" (mentalmente, digo), pero me han hablado mucho de él... mi hermano entre otros. Me hubiese gustado conocerlo, lo mismo que me hubiera encantado haber conocido más el "ambiente pre-chueca"...
Aquello era totalmente cutre, pero tenía su gracia. Y sobre todo,era antes de que existiera algo llamado sida.
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