Mis primeros recuerdos asociados con la religión se remontan a los cuatro o cinco años. Mi abuelo materno había fallecido poco antes. Era un hombre muy mañoso, había sido relojero entre otras muchas cosas, y cuando se me estropeaba un juguete era él quien lo arreglaba. Un día se me rompió un coche en miniatura -un fabuloso Lincoln Continental azul celeste- y me di cuenta de que mi abuelo ya no estaba y de que nadie me lo iba a arreglar. Indignado, pregunté a mi abuela María dónde se escondía el abuelo y porque ya no le veíamos. Ella me contestó con la típica vaguedad acerca del Cielo. Desde entonces imagino siempre el Más Allá como un lugar azul con nubes blancas donde mi abuelo -reunido en años posteriores con mi abuela, mis padres y otros miembros de la familia- conduce un espectacular descapotable americano de los años sesenta.
Lo siguiente que recuerdo son las misas de domingo por la mañana en la iglesia de San Antonio del Retiro (la de verdad, la que tiraron en los años 70, no la capillita incrustada en un feo edificio de oficinas que construyeron después en el sólar, con pingües beneficios). Y las broncas habituales entre mi padre -ateo convencido hasta su muerte- y mi madre, que profesaba un pagano-catolicismo más basado en la superstición que en la teología. Una vez, debía ser julio o agosto porque hacía un calor espantoso, cuando entrábamos en la iglesia se nos acercaron unas viejas beatas -vestidas de negro, escapularios al cuello, olor a orines y sacristía- y le llamaron la atención a mi madre por ir sin medias y en manga corta.
Crecí unos añitos y mi padre -con la oposición de mi abuelo paterno, que había sido requeté y era de los que creía en la Monarquía de derecho divino- decidió enviarme a un colegio laico. Y se equivocó de medio a medio, porque el hecho de que la propiedad de aquel colegio no fuera de una orden religiosa no lo libraba de tener una ideología altamente nazional-católica. Pero yo era un niño bueno, aplicado y obediente, lo que me hizo ganar el favor de los profesores y la envidia de los otros alumnos. Así que aprendí muchas cosas: Historia Sagrada, el Catecismo, los Diez Mandamientos, las Tres Virtudes Teologales, los Siete Pecados Capitales, las Obras de Misericordia... Yo no hacía preguntas, asimilaba todo y todo me parecía bien, aunque encajara poco con las cosas que decía mi padre en casa. Al fin y al cabo yo tenía un Edipo de caballo y mi padre era el Enemigo.
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