4 de mayo: De mañanita, museo de Pérgamo y Altes Museum. O el resultado del saqueo de la Antigüedad clásica por arqueólogos alemanes en los siglos XIX y XX. Saqueo que nos permite contemplar en unos minutos el altar de Pérgamo, la puerta de Ishtar de Babilonia, el pórtico del mercado de Mileto... Luego visitamos por dentro la catedral (Dom), con una curiosa cripta donde están depositados los sarcófagos con los cuerpos de casi toda la familia real prusiana, los Hohenzollern. Cripta que fue destruída por una bomba durante la guerra y que los comunistas de la DDR restauraron con bastante acierto. Comemos en una explanada llena de terrazas junto a la estación de Hackescher Markt. Una especie de plato combinado, con un pastel de fiambre muy bueno. Otra vez rodeados de españoles. Luego damos un paseo por los barrios del norte, ahora bastante de moda. La calle Oranienburger con la sinagoga, muchos cafés, los patios art decó de Hackesche Höfe. Allí hay una tienda que vende souvenirs basados en el nuevo icono de la ciudad: Ampelmann o el hombrecito extraño de los semáforos de la Alemania del Este. Cuando volvemos al hotel, pasamos por un solar en obras con una pequeña exposición de fotografías: Topographie des Terrors. En este lugar, a sólo 100 metros de nuestro hotel y en lo que fue la calle Prinz Albrecht, estaban los cuarteles generales de las SS y de la Gestapo. Acojona un poco. Esa noche cenamos en Kreuzberg, en un restaurante muy chulo: "Altes Zollhaus" (La antigua Aduana). Un caserón de aspecto rústico en donde podrías cenar con Eva Braun. De hecho la "maitresse" tiene un cierto glamour nacional-socialista.
5 de mayo: Visita al museo de Historia Alemana en el Zeughaus, un bonito edificio barroco en Unter den Linden. Cuando llegamos, los comercios están cerrados y todas las campanas de las iglesias están sonando. Deducimos que es día de fiesta –se cumple el sesenta aniversario del fin de la guerra en esta ciudad. También está cerrada la colección permanente del museo, pero no así una exposición bastante curiosa –en el anexo del edificio, obra de I.M. Pei, el arquitecto de la pirámide del Louvre- sobre los efectos del nazismo y la guerra en Alemania: El exterminio de millones de seres humanos, la destrucción de ciudades enteras, el hambre, la miseria, la ocupación por las potencias vencedoras, la división en dos estados irreconciliables y la conversión del oriental en una férrea dictadura. A partir de ahí, la exposición nos muestra cómo los alemanes han ido recomponiendo su país, a veces con errores, a veces echando tierra sobre feos asuntos del pasado. Pero casi siempre desde una perspectiva europea y de diálogo con el Este (la Ostpolitik de Willie Brandt). Cuando salimos de la exposición luce el sol y los museos están cerrados, así que nos vamos al Zoo. A mí, los animales como que me aburren, pero hace muy buen día y da gusto pasear por los jardines, entre cebras y okapis. Comemos allí mismo, en el autoservicio, un plato de pasta bastante intragable. Luego volvemos al hotel para cambiarnos, porque a las cinco tenemos entradas para la ópera: Tannhauser, claro. El edificio de la Staatsoper decepciona un poco, si lo comparas con las óperas de Budapest, Praga o Viena. E incluso con el Real de Madrid. Pero la representación nos encanta: buena orquesta, buenos intérpretes, escenografía sencilla pero muy efectiva y figurines Belle Epoque. El público, bastante más joven y heterogéneo que en el Real. En el entreacto me tomo una especie de ponche típico con frambuesas que me sienta fatal. Cuando volvemos al hotel, estamos demasiado cansados para salir a cenar. Alfonso cena un cubo-fitness de supervivencia que ha comprado en recepción, yo nada porque tengo las frambuesas atravesadas.
6 de mayo: Visita al parque y palacios de Sans Souci, en Potsdam. Llegamos en metro y está lloviendo. Despiste total cuando intentamos coger un autobús que nos deje en el parque. Finalmente lo logramos. En el palacio de Sans Souci, propiamente dicho, están las taquillas. Entro yo a comprar los tickets. Leo en un cartel que hay una tarjeta premium que te permite la visita a todos los palacios y museos y sale a cuenta. Muy listo, le pido al colega de la taquilla dos tarjetas premium. Entonces él me pregunta algo en alemán. Le digo en inglés que no hablo alemán y el me hace la pregunta en inglés, pero yo ya me he bloqueado y no le entiendo. Al final tiene que entrar Alfonso a aclararse con el taquillero. El problema era que las visitas eran guiadas y por horas y me preguntaba si la hora que me daba nos venía bien. Debo aclarar aquí que he estudiado inglés durante años, lo leo perfectamente y de corrido y no lo escribo del todo mal. Pero a la hora de hablarlo y, sobre todo, de escucharlo, sufro vértigos, sudores fríos y acabo pareciendo Paco Martinez Soria con la boina puesta. En fin, después del incidente visitamos el palacio –muy bonito, con el aliciente de que aquí veraneaba Voltaire, del que yo soy super-fan- y luego nos vamos a comer. Muy cerca descubrimos el restaurante Movenpick (Gaviota), con un apetecible comedor acristalado. Pedimos mesa para dos, pero la camarera nos conduce inexplicablemente al destartalado café de la entrada. Le decimos que lo que queremos es comer, no tomar un café, pero la tía insiste. Así que nos vamos. A la salida hay unas mesas de madera con bancos y un quiosquillo que ofrece salchichas, cerveza y patatas fritas. Acabamos comiendo allí, por no seguir buscando. Por la tarde sale el sol y visitamos el Palacio Nuevo, los jardines, el pabellón chino... Volvemos al pueblo andando por el parque, y para que la distancia se nos haga más llevadera, imaginamos que estamos andando por la calle Goya desde Colón hasta La Cruz Blanca, con nostálgico recuento de comercios presentes y desaparecidos. Volvemos en metro, sin billete. Esa noche, la última en Berlín, decidimos salir a cenar al barrio gay de moda, Prenzlauer, al norte de la estación de metro de Eberwald Strasse. Nos decidimos por un restaurante con especialidades de Turingia. El sitio es auténtico, con paredes forradas en madera y cabezas de ciervos disecadas. Un solo camarero atiende a la barra y a los dos comedores, el pobre parece agobiado. Tarda una eternidad en traernos la comida, pero la espera merece la pena. Yo he pedido un codillo asado con chucrut. Superior. Al terminar, estamos tan empachados que se hace impensable el ir de copas. Así que renunciamos a conocer el famoso ambiente nocturno berlinés y volvemos al hotel a tomarnos un Almax.
7 de mayo: Mañana libre. Aprovechamos para visitar la Alte Nationalgallerie, que nos habíamos saltado: museo centrado en el arte del siglo XIX, con mucha pintura romántica y una buena selección de impresionistas. Después cogemos el metro para llegar a la estación del Zoo y darnos el paseo pendiente por la Kurfursterdamm. Al llegar al andén, el tren está a punto de salir. Envalentonados por la experiencia del día anterior, nos montamos sin billete. Y según salimos de la estación nos pillan dos policías de paisano, que nos hacen pagar una multa de 40 euros por persona. Alfonso está rabioso. Se nos quitan un poco las ganas de hacer compras y cotillear tiendas. Comemos en un restaurante indio, unas sopas de lentejas hiper-mega-picantes y unos currys de pollo. Y al hotel para coger las maletas y un taxi al aeropuerto de Tegel. Vuelta a Madrid con Iberia, sin novedad y sin comida a bordo.
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