Por esas fechas, aparece un personajillo funesto. C. Encantador y tierno a simple vista. Vago, mentiroso, ruín cuando se le conoce un poco más. Le doy una mano y me toma el brazo. Su amor posesivo destruye todo lo que toca. Intento una relación de simple amistad, pero con él no hay medias tintas. Me persigue por todo Madrid, intenta controlarme, me difama, se convierte en una pesadilla.
En septiembre de 1989 los periódicos traen noticias extrañas de la Europa del Este. Miles de alemanes orientales que veraneaban en los balnearios del lago Balatón huyen a occidente por la frontera austro-húngara. Los checos y los polacos andan revueltos. Y Gorbachov no parece tener la intención de sacar los tanques.
Yo estoy en Chipiona, en un apartamento de los que por cuatro pesetas facilitaba el banco en sus mejoras extra-convenio (que tiempos aquellos). Mi intención era pasar una quincena tranquilo, lejos de C. y a solas conmigo mismo. Pero a los cuatro días me aburro y me desespero. Llamo a mis amigos y les invito a venir, pero ninguno puede. Eduardo, sin embargo, me envía un paquete: dos de sus cinco novios simultáneos, Javier y Joaquín. Los dos adorables. A mi me gusta Joaquín, pero... Una noche etílica en Sevilla, Javier me llora amargamente los cuernos que le pone Eduardo. Yo le digo que no se queje, que Eduardo siempre ha sido honesto con él. Si alguién tiene derecho a quejarse es el pobre Joaquín, que está todavía en la inopia. Y a Javier le falta tiempo para contárselo a Joaquín.
Cuando regresamos a Madrid encuentro un panorama tormentoso. Demasiadas mentirijillas y mucha liviandad. Hemos tejido sin darnos cuenta una red de atracciones y desencuentros que está a punto de estallar. Así que me dedico a sacar al aire los trapos sucios de cada uno y los míos propios. Difundo información confidencial. Varios de mis mejores amigos me dejan de hablar. Temporalmente, al menos.
Cae el muro de Berlín. Fin de una época.
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