15 noviembre 2005

Japón (I)




Tokio: Ocupa un área como de Toledo a Guadalajara. Autopistas elevadas de peaje en el centro de la ciudad. Suburbios interminables. Rascacielos antisísmicos, templos y pabellones de té. Colegialas perversas y mucho, mucho manga. Ochocientas líneas de metro, de distintas compañías, trenes robotizados sin conductor. Horror al silencio: omnipresente sinfonía de ruiditos, musiquillas electrónicas, voces grabadas. Pantallas gigantes anunciando grupos pop, ropa deportiva. En Ginza, Dior o Chanel son edificios de diez plantas. Miriadas de ejecutivos en traje oscuro, ellas de Armani y con portafolios. En Shibuya, los más modernos: todos teñidos en tonos caoba, con flequillitos y vestidos para matar. Restaurantes tradicionales con farolillos en la puerta. Restaurantes con comida de plástico en el escaparate. En los mercados, se venden cosas increíbles, indefinibles: verduras de Marte, pescados de Plutón. El arte de tomar una sopa de fideos con palillos. Riquísimas tempuras, deliciosos sushi. Gengibre. Pulpo seco. Quisquillas. Helados de té verde, de judías pintas, gelatina de café.

Nikko, Kamakura, Monte Fuji, Hakone: Las excursiones más típicas. Montañas, volcanes, lagos, grandes bosques de hoja caduca. Toda la gama de colores del otoño, del verde intenso de los cedros al rojo de los arces, al morado de los ciruelos. Templos como centros comerciales, como parques de atracciones. Un sentido muy práctico de la religión, una religión utilitaria. Se paga un estipendio y se pide una gracia al dios de la ocasión: para aprobar un examen, para encontrar un amor. Se celebran las bodas por el rito sintoísta –más alegre-, los funerales por el budista –más serio. Dioses y profetas muy distintos conviven en el mismo espacio del templo.

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