Viernes 15 de junio. Salimos temprano de Jerusalén en dirección al Mar Muerto. La carretera atraviesa un paisaje desértico e irreal, como el planeta Marte en la película de Schwarzenegger. Es el lugar más profundo de la Tierra, a 400 m. bajo el nivel del mar. Y es parte del Valle del Rift, la enorme falla geológica de la que ya hablé en otro post de viajes. Primera parada en el parque arqueológico de Masada, las ruinas del palacio-fortaleza que Herodes (el amigo de los niños) construyó en lo alto de una montaña de difícil acceso. El lugar se hizo famoso por la resistencia numantina de zelotes y sicarios, judíos sublevados contra Roma alrededor del año 70 de nuestra era. Y ahora es todo un símbolo patriótico para los israelíes, que se consideran herederos directos de aquellos héroes suicidas. Mucho calor. Muchos japoneses. Lo que más impresiona es el paisaje –y la extraña idea de edificar aquí un palacio.
Retrocedemos 18 km. por la misma carretera para darnos un baño en la playa de Ein Gedi. Aspecto decadente, sombrillas abandonadas. La playa es minúscula y de piedras. Un grupo de jubilados latinoamericanos hace olitas en la orilla. Bueno, hay que probarlo todo en esta vida, así que me unto con un kilo de crema solar factor 200 y me meto en el agua. Floto demasiado, de manera que se hace imposible nadar hacia delante. Como hace tanto calor, se me ocurre meter la cabeza dentro del agua. ¡En qué momento!. De pronto, me escuecen los ojos como si aquel líquido fuera lejía y no agua salada. Tengo fuego en la mirada. Los hispanos de la orilla se dan cuenta y me gritan que eso que acabo de hacer es una locura, que me duche corriendo con agua del grifo. Eso hago. Una segunda inmersión resulta más placentera, y me deja la piel tersa y suave cual culito de bebé.
Comemos en el autoservicio de un chiringuito adjunto a la playa y seguimos viaje hacia Ein Bokek, un conjunto de hoteles y resorts playeros al borde del extremo sur del Mar Muerto. Edificios feos que recuerdan al Benidorm de los años setenta. No hay un pueblo, un sitio donde pasear. Llegamos a nuestro hotel y descansamos un rato. Es viernes por la tarde y por lo tanto está a punto de comenzar el Shabat.
El lugar y los turistas que lo ocupan –casi todos son inmigrantes de origen exsoviético- no parecen muy proclives a las prácticas piadosas, pero por si acaso reservamos una mesa en el restaurante del hotel y a las ocho y media estamos cenando. Cuando abren las puertas del comedor, una horda de turistas hambrientos se abalanza sobre el bufé. ¡Qué estrés de gente!.