Y llegó el ansiado día de la liberación. Esa noche bebimos, bailamos, nos prometimos eterna amistad. Y al amanecer del día siguiente nos separamos, sabiendo que cada uno tendría una vida muy distinta y que era casi seguro que nunca nos volveríamos a ver. Que si eso alguna vez sucedía, no nos reconoceríamos, no reconoceríamos en nosotros mismos al soldadito que fuimos, tan lejos en el espacio-tiempo del personaje cerrado, conformado y conforme que hemos llegado a ser.
Deambulé con Xavier por la madrugada de Salamanca, sin llaves para entrar al piso. Ibamos a quedarnos todo el fin de semana en la ciudad, ibamos a disfrutar juntos unos días nuestra recuperada libertad. Vimos amanecer en la estación de Renfe y finalmente, Marcelino nos abrió la puerta. Me quedé dormido, extenuado, y un par de horas después me despertó Xavier. Se iba, tenía la maleta preparada, le esperaba su novia en Barcelona. El sueño y la resaca me dejaron mudo. Un rápido abrazo y la promesa de vernos pronto. Al cerrarse la puerta, un café cargado abrió las compuertas del llanto. Todavía mediodormido visité a Santi, visité a Dionisio, llorando como una Magdalena. Inconsolable.
Sin embargo, todavía vi a Xavier durante un tiempo. Estuve varias veces en su casa de Barcelona, un bonito apartamento en la calle París. Pero fuimos perdiendo el contacto, alejados más por estilos de vida muy dispares que por la distancia kilométrica. La última vez que supe de él fue durante la enfermedad de mi madre, en 1991-1992. Llamó para contar que se mudaban a Sabadell, yo no estaba en casa y mi madre apuntó la nueva dirección y el teléfono en un papelito que yo guardé sabe Dios dónde.
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