Estábamos en marzo de 1983. La mili ha terminado, tengo mi carnet de conducir, tengo mi carrera de económicas a falta de una asignatura, soy joven y guapo, la vida me sonríe. Y sin embargo entro en una fase abismal de depresión. Mis amigos de antes han cambiado o ya no están o ya no me interesan. Mi familia me abruma: les quiero pero no puedo darles lo que me piden al nivel que merecen. Es el momento de la verdad, el fin de la vida imaginaria de Peter Pan que he llevado hasta entonces. Y me pilla en el peor momento emocional: tras 14 meses de mili, tengo los nervios a flor de piel y la autoestima por los suelos.
A falta de otras perspectivas laborales, preparo oposiciones a administrativo para el banco donde trabaja mi padre. Pero yo no quiero ser empleado de banca, yo quiero ser Rico y Famoso. Me intento convencer de que el banco es una solución provisional mientras llega el mecenas que me descubra y me lance al estrellato.
En estas condiciones me llama Javier, mi ex que nunca lo fue. Me propone unas vacaciones en Lisboa. Me apunto ilusionado y a principios de julio hacemos el viaje. Lisboa me entusiasma, pero mi relación con Javier pasa de la adoración al odio. Durante los siguientes dos años no nos hablaremos.
En septiembre empiezo a trabajar en una sucursal. Me ponen en una ventanilla, sustituyendo a un jubilado. Es el modelo oficina siniestra. El director me llama por el apellido y guarda los caramelitos de promoción en la cámara acorazada. El apoderado luce melenita Bee Gees, anillazo con sello nobiliario y uña extensible multiusos en el dedo meñique. El único compañero de mi edad es un simpático vallecano con una informada opinión sobre los homosexuales: "los que lo son por enfermedad tienen que estar en un hospital, pero los que lo son por vicio habría que matarlos a todos"
Trabajo de pie en mi ventanilla de 8 a 15 horas, de lunes a sábado. Y me pagan 54.000 pesetas (324 euros). La mitad de lo que ganaba con las bodas Lord Winston’s. Me siento estafado. Y a los quince días de estrenarme, entran dos yonquis y atracan el banco. Uno de ellos, el más pardillo, me pone la pistola en la cabeza y me dice que me tire al suelo. Imposible, apenas quepo en mi estrecha ventanilla. Se le cae la pistola, se pone más nervioso y salen corriendo con unas pocas pesetas. No duermo en una semana.
Para intentar superarlo y pensar en otras cosas me apunto con Miguelón a un gimnasio oriental. Se trata de volver a ponerme en forma y aprender artes marciales. El primer día hacemos un ejercicio de precalentamiento. Salto descalzo a la pata coja sobre el tatami de plástico, resbalo y me golpeo con fuerza el pie contra la pared. Caigo aullando de dolor. Viene el monitor oriental, estudia el caso y me estira los dedos. Aullido. El amarillo me pone pomada del Tigre en el pie y me venda con una gasa: "¡Medicina china, buena, mañana culado!". Al día siguiente me levanto para ir a trabajar. Imposible dar un paso. Mi padre dice que estoy exagerando. Llorando de dolor, me pongo los zapatos y salgo a la calle. El dolor crece aún más si cabe. Vuelvo a casa y me llevan a Urgencias. Radiografía. Cuatro dedos rotos y escayola hasta la rodilla durante mes y medio. El forzado reposo me proporcionará unos kilitos de más y mucha más depresión.
Dios aprieta pero no ahoga: Cuando por fin salgo de casa, lo hago para acudir en el cine Proyecciones al estreno mundial de "Entre Tinieblas". Luego me voy yo sólo, con mi escayola y mi bastón, a tomarme una copa en el Ras, con gran éxito de crítica y público. Es como el punto de inflexión que necesitaba: Después de haber caído tan bajo, uno sólo, puede rebotar. Y en 1984 las cosas van cambiar a mejor.
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