Principios de abril de 1984. Es Viernes de Dolores, el santo de mi abuela, hace una tarde preciosa y paseo por Recoletos. Entro a las salas Picasso de la Biblioteca Nacional para ver la exposición de Edvard Munch. A esa hora hay poca gente y es agradable contemplar pinturas –aunque el expresionismo nórdico no sintonice exactamente con mi primaveral estado de ánimo. Cuando estoy terminando de ver la exposición me entero de que hay otras dos en salas adyacentes: Una de fotografías de Walker Evans y otra de cuadros de faros de Eduardo Sanz. Así que paso a ver la del fotógrafo, y justo en la entrada me cruzo con un chulazo rubio de uno noventa que quita el hipo. Me quedo mirando, claro, y cuando recupero el sentido me doy cuenta de que hay un sujeto que se ha quedado tan pasmado como yo. Le miro, me mira, y me río. Sigo con la exposición. Muy curiosa, fotografías de los años treinta y la Gran Depresión en los EE.UU. Y entonces percibo una cierta mirada que se clava en mi nuca. Es el tipo de antes, me ha seguido y no me quita ojo. Así que presto un poco de atención. Es de estatura mediana, moreno, con gafas, un poco calvo, cuerpo atlético. No estaría mal si no fuera por la pinta de seminarista tolili que me trae. Termino de ver las fotos y paso a la sala donde se exponen los faros-falos. Las pinturas me sorprenden agradablemente con su simbólica mezcla de arquitectura y naturaleza en tonos azules. El seminarista ya no se esconde y comenzamos el tipico tira y afloja de a ver quien se acerca a quien. Finalmente es él quien me aborda con un práctico: "Hola, me llamo Diego".
Salimos a la calle, tomamos unas horchatas en la terraza Teide y me cuenta miles de cosas: que estuvo en la fiesta de La Luna de Madrid, que es amigo de Rodrigo –el dibujante y pintor que publica un comic genial, "Manuel", en la misma revista, y al que yo también conozco por Miguelón. Que es fan absoluto de las Vainica Doble –y se sabe todas las canciones... Luego, yo me tengo que ir pues debo pasar por casa de mi abuela para felicitarla, pero nos damos los teléfonos. Es el inicio de una apasionada relación que durará sólo 3 meses. Pero después se prolongará en una amistad de años.
A finales de abril Diego celebra su cumpleaños (cumple 27) y nos invita a merendar en Solesmes, un cafetín proustiano de mesas-camilla en la calle de la Amnistía. Allí están sus amigos de la facultad, y entre ellos Eduardo y su hermana. Eduardo me cae fatal, no para de hablar con un tono nasal insoportable de todas las cosas que ha visto en su último viaje por no sé dónde. Y tiene pluma, aunque Diego asegura que no entiende. Como siempre, me equivoco de medio a medio y Eduardo será –es- uno de mis mejores amigos. Aunque entiende, vaya que si entiende...
Diego me presentaría después a otros amigos que acabaron siendo mis amigos. Mención especial a Pilar y a Cristina. Todos ellos –sin olvidar a Luis y sus niñas- contribuyeron a sacarme de la depresión postmilitar-laboral.
Diego tenía sus defectos, como todos, pero fue siempre atento y cariñoso y le quise entrañablemente, a pesar de todo lo que le pude criticar. A través de los años vivimos juntos cosas buenas y malas y podría estar días enteros hablando de Diego, de sus contradicciones, de sus neuras, de su ternura.
En julio de 2002 celebramos mi cumpleaños en un restaurante italiano. Estábamos Diego, Eduardo y yo con nuestras respectivas parejas. Fue un sábado, y el lunes Diego me llamó por teléfono: no se encontraba bien y pensaba que algo que habíamos cenado estaba en malas condiciones. Yo le aseguré que nosotros estábamos perfectamente, a pesar de haber comido lo mismo. El miércoles recibí en mi móvil una llamada de Adolfo, su pareja. Diego acababa de fallecer. Una meningitis. Fulminante, no se pudo hacer nada.
Diego era un católico convencido y me gustaría pensar que nos espera en el Cielo, tocando el arpa sobre una nube mientras destroza una canción de las Vainica. Como yo no soy creyente, me conformo con guardar su recuerdo y escribir aquí ésto en memoria suya. Pues uno no muere del todo mientras haya alguien que le recuerde.
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