Lo confieso: Desde mi ya lejana adolescencia, soy un adicto consumidor de cine fantástico. Terror sanguinolento, catástrofes anunciadas, alienígenas desalmados o bichos inmundos amenazando la civilización me han alegrado muchas tardes y me han ayudado a veces a salir de la depresión que me provoca la rutina diaria.
Pero, de un tiempo a esta parte, vengo observando la persistente deriva de Hollywood hacia el terror fundamentalista, nada que ver con la ingenua benevolencia de las fantasías de otros tiempos. Me explico: En los años setenta teníamos el diálogo de civilizaciones alienígenas de "Encuentros en la tercera fase", o un simpático extraterrestre enano que sólo pretendía volver a "su caaasaaa". Las catástrofes respondían a causas naturales ("Terremoto") o eran consecuencia de la codicia de los constructores ("El coloso en llamas"). Con la pionera pero poco significativa excepción de "El exorcista", el diablo apenas intervenía seriamente en la vida de los mortales, que producían per se hermosas carnicerías ("La matanza de Texas").
En este comienzo de siglo, sin embargo, los extraterrestres son inmigrantes no deseados y necesariamente perversos ("Independence Day", "Señales", "La guerra de los mundos"). Científicos rebeldes que no aceptan las teorías creacionistas ni el arca de Noé dan lugar a una saga de bichos maléficos ("Parque Jurásico"). Y el Maligno en persona nos acecha desde innumerables títulos, provocando todo tipo de hecatombes.
Hasta aquí todo normal: los gustos del público evolucionan y lo que llenaba los cines en una época, ahora sólo da de comer a los videoclubs de barrio. Pero lo del peliculón de Antena 3 ya pasa de castaño oscuro. Esta semana nos ofrecía la interminable historia de un profesor de astrofísica y una monja herética, empeñados en desarmar la siniestra conjura del Mal para acabar con el mundo y sus pecadores habitantes. Se mezclan aquí churras con merinas, el Armagedón con el terrorismo islámico, el Vaticano con el Anticristo y el Segundo Advenimiento con el Cambio Climático. Esta versión neocon del entretenimiento televisivo nos regala con una modernidad demenciada: Escuchamos al profesor de Harvard sugerir el estudio del ADN de un recién nacido para determinar la virginidad de su madre. Queda tan natural. Pero nadie se extraña cuando se ofrece una cuantiosa suma de dinero por los riñones de la niña calcinada por un rayo al principio de la película –y que a pesar de ello habla en latín que da gloria verla. Se comenta como de pasada, al fin y al cabo es normal en un sistema sanitario como el americano, dominado por el sector privado y las reglas del mercado libre.
El lunes pasado vi el primer capítulo. El martes, opté por
"Roma" en canal Cuatro. Mucho más entretenida y encima es historia. Y salen unos tíos supermacizorros.