Creo en algún tipo de inteligencia cósmica que programa las galaxias y ordena el caos. Creo que la existencia (o no) de la Humanidad es, para esa inteligencia, absolutamente irrelevante.
Creo que la religión sigue siendo el opio del pueblo. No creo en ningún dios con mayúsculas o minúsculas que se preocupe por el destino del ser humano. No creo que venga nunca a juzgarnos. No premiará a los buenos ni castigará a los malos. Y por tanto creo necesaria una ética basada en la razón y atemperada por el sentido común. Que será mejor cuanto más universal y más flexible sea. No creo en ninguna moral ratonera basada en absurdas costumbres o –peor aún- en una imposible revelación divina.
Creo en la disolución en la nada del ser humano después de la muerte. En su integración a la naturaleza mediante el reciclaje de su cuerpo. Y por tanto, no creo en paraisos con huríes ni en walhallas, ni en cielos con nubes de algodón ni en infiernos sudorosos. Ni en apariciones ni en fantasmas, ni en ouijas, ni en espíritus traviesos, ni en poltergeists, ni en ectoplasmas, ni en las caras de Belmez, ni en posesiones diabólicas. Aunque sean a veces imprescindibles para pasar una tarde divertida en el cine.
Creo que hay sucesos extraordinarios para los cuales la ciencia no tiene (aún) una explicación. Aún. Creo en el inexplorado poder de la mente humana y en sus insospechadas posibilidades. No creo en milagros.
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