Hace hoy 75 años nació mi madre.
El 31 de Agosto de 1931. Festividad de San Ramón Nonato. Por eso y por que estaba de moda la canción “Ramona”, estuvo a punto de llamarse de esa manera. Finalmente, se impuso la cordura y se llamó Carmen, a secas. Nació en el garaje que tenía mi abuelo Rafael en la colonia Iturbe, en donde ahora se levanta el pirulí de la M30. Quizá por eso siempre le gustaron las cosas del motor y la velocidad. Cuando era muy niña le aclaraban el pelo con Camomila Intea y le ponían tirabuzones, parecía Shirley Temple. Luego estalló la guerra y pasaban hambre. Un día se quedó mirando a unos milicianos que comían plátanos en la avenida, debajo de su balcón. Les miraba con tal cara de pena que los rudos revolucionarios le regalaron fruta. Llegó la paz y comenzó a estudiar en un colegio de monjas francesas, en la calle Alcántara. Odiaba a las monjas (Madame San Ramón era su ogro) y por extensión odiaba todo lo francés. Aunque luego sería fan de Aznavour y de Sacha Distel. Prefería patinar o montar en bicicleta. Y escuchar todas las canciones de la radio, incluídas las de los anuncios. Jorge Negrete, Glenn Miller y las Andrew Sisters. En el 47 veraneaba en la costa de Málaga con su amiga Mari Carmen. Una tarde volvían de la playa en bicicleta, en bañador de cuello vuelto. Les detuvo la Guardia Civil y les llevaron al cuartelillo por inmoralidad manifiesta. Otra vez decidió ponerse pantalones, un modelito que había copiado del Vogue. Tuvo que acompañarla mi abuelo porque la chusma le insultaba y le tiraba piedras. Luego conoció a mi padre, tan elegante, tan moderno, tan intelectual, en unos bailes dominicales en el campo de rugby de la Ciudad Universitaria. Comenzó un romance peliculero en el Madrid mítico de los cincuenta: Pasapoga, Negresco, Alazán, lugares en donde podías compartir un very dry martini con Ava Gardner o Nicholas Ray. Muy bonito, pero el tiempo pasaba y mi padre no mencionaba la palabra matrimonio. Hasta que mis tíos maternos le cogieron por banda y le acorralaron: O se casaba como dios manda o le rompían las piernas. Y así, una vez más, triunfó el amor. De luna de miel se fueron a Mallorca. En avión. Allí se enteraron de que en el mundo triunfaba un nuevo ritmo que hacía furor: El Rock’n’Roll. Y alli se dio cuenta mi madre de que mi padre pasaba de ella. Ampliamente. Lo que no le impidió dejarla rápidamente embarazada. De mí. Yo nací en el verano de 1958. Y poco después, mi madre comenzó a sufrir una extraña enfermedad: Acromegalia, causada por un tumor en la hipófisis. Le cambiaron las facciones, le crecieron las manos, los pies y la nariz, se miraba al espejo y se horrorizaba. Acudió a la consulta del Doctor Marañón, que le prescribío un tratamiento revolucionario para la época: radioterapia con bomba de cobalto. Fue un éxito y el tumor deapareció –o quedó adormecido. Pasaron los años, nació mi hermana, mi madre se resignó a cumplir –ejemplarmente- su sagrada misión de esposa fiel y madre abnegada. Con momentos de rebeldía. Minifalda Mary Quant, Op-Art, maxifalda, abalorios hippies... El mundo estaba cambiando. Ella seguía en su limbo, a medio camino entre una religiosidad puramente supersticiosa y las enseñanzas de Simone de Beauvoir. Cumpliendo todas las tradiciones –esto hará las delicias de los psicólogos del Opus-, existía una relación especial entre la madre amorosa e hiperprotectora y el hijo sensiblemente mariquita. Ella sabía, intuía, y no obstante deseaba ser la madrina en mi boda. Por llevar mantilla y peineta. En otro orden de cosas, se sentía sóla, infravalorada, aburrida. Con los años aumentaron sus manías. En los ochenta nos pidió que le regaláramos un contador Geiger para hacer la compra: Había estallado Chernobyl. En enero de 1991, el jefe del servicio médico de mi empresa (que era también el especialista que trataba a mi madre) pasó por mi oficina y me pidió hablar en su despacho: Había un cáncer, con metástasis, sin tratamiento excepto cuidados paliativos. Le dio seis meses de vida. Duró año y medio, era tan fuerte. Me porté como un auténtico cobarde, huía de su presencia porque temía derrumbarme ante ella. Encerrado en mi habitación, oía de noche los quejidos, el sufrimiento silencioso, la respiración agitada. Falleció y fue un descanso, pero al enterrarla en la Almudena, al oir las primeras paladas de tierra sobre el féretro, lloré como nunca había llorado. Cry me a river. Porque me di cuenta de que nunca, nadie, me querría como ella me había querido. Puro egoismo.
El 31 de Agosto de 1931. Festividad de San Ramón Nonato. Por eso y por que estaba de moda la canción “Ramona”, estuvo a punto de llamarse de esa manera. Finalmente, se impuso la cordura y se llamó Carmen, a secas. Nació en el garaje que tenía mi abuelo Rafael en la colonia Iturbe, en donde ahora se levanta el pirulí de la M30. Quizá por eso siempre le gustaron las cosas del motor y la velocidad. Cuando era muy niña le aclaraban el pelo con Camomila Intea y le ponían tirabuzones, parecía Shirley Temple. Luego estalló la guerra y pasaban hambre. Un día se quedó mirando a unos milicianos que comían plátanos en la avenida, debajo de su balcón. Les miraba con tal cara de pena que los rudos revolucionarios le regalaron fruta. Llegó la paz y comenzó a estudiar en un colegio de monjas francesas, en la calle Alcántara. Odiaba a las monjas (Madame San Ramón era su ogro) y por extensión odiaba todo lo francés. Aunque luego sería fan de Aznavour y de Sacha Distel. Prefería patinar o montar en bicicleta. Y escuchar todas las canciones de la radio, incluídas las de los anuncios. Jorge Negrete, Glenn Miller y las Andrew Sisters. En el 47 veraneaba en la costa de Málaga con su amiga Mari Carmen. Una tarde volvían de la playa en bicicleta, en bañador de cuello vuelto. Les detuvo la Guardia Civil y les llevaron al cuartelillo por inmoralidad manifiesta. Otra vez decidió ponerse pantalones, un modelito que había copiado del Vogue. Tuvo que acompañarla mi abuelo porque la chusma le insultaba y le tiraba piedras. Luego conoció a mi padre, tan elegante, tan moderno, tan intelectual, en unos bailes dominicales en el campo de rugby de la Ciudad Universitaria. Comenzó un romance peliculero en el Madrid mítico de los cincuenta: Pasapoga, Negresco, Alazán, lugares en donde podías compartir un very dry martini con Ava Gardner o Nicholas Ray. Muy bonito, pero el tiempo pasaba y mi padre no mencionaba la palabra matrimonio. Hasta que mis tíos maternos le cogieron por banda y le acorralaron: O se casaba como dios manda o le rompían las piernas. Y así, una vez más, triunfó el amor. De luna de miel se fueron a Mallorca. En avión. Allí se enteraron de que en el mundo triunfaba un nuevo ritmo que hacía furor: El Rock’n’Roll. Y alli se dio cuenta mi madre de que mi padre pasaba de ella. Ampliamente. Lo que no le impidió dejarla rápidamente embarazada. De mí. Yo nací en el verano de 1958. Y poco después, mi madre comenzó a sufrir una extraña enfermedad: Acromegalia, causada por un tumor en la hipófisis. Le cambiaron las facciones, le crecieron las manos, los pies y la nariz, se miraba al espejo y se horrorizaba. Acudió a la consulta del Doctor Marañón, que le prescribío un tratamiento revolucionario para la época: radioterapia con bomba de cobalto. Fue un éxito y el tumor deapareció –o quedó adormecido. Pasaron los años, nació mi hermana, mi madre se resignó a cumplir –ejemplarmente- su sagrada misión de esposa fiel y madre abnegada. Con momentos de rebeldía. Minifalda Mary Quant, Op-Art, maxifalda, abalorios hippies... El mundo estaba cambiando. Ella seguía en su limbo, a medio camino entre una religiosidad puramente supersticiosa y las enseñanzas de Simone de Beauvoir. Cumpliendo todas las tradiciones –esto hará las delicias de los psicólogos del Opus-, existía una relación especial entre la madre amorosa e hiperprotectora y el hijo sensiblemente mariquita. Ella sabía, intuía, y no obstante deseaba ser la madrina en mi boda. Por llevar mantilla y peineta. En otro orden de cosas, se sentía sóla, infravalorada, aburrida. Con los años aumentaron sus manías. En los ochenta nos pidió que le regaláramos un contador Geiger para hacer la compra: Había estallado Chernobyl. En enero de 1991, el jefe del servicio médico de mi empresa (que era también el especialista que trataba a mi madre) pasó por mi oficina y me pidió hablar en su despacho: Había un cáncer, con metástasis, sin tratamiento excepto cuidados paliativos. Le dio seis meses de vida. Duró año y medio, era tan fuerte. Me porté como un auténtico cobarde, huía de su presencia porque temía derrumbarme ante ella. Encerrado en mi habitación, oía de noche los quejidos, el sufrimiento silencioso, la respiración agitada. Falleció y fue un descanso, pero al enterrarla en la Almudena, al oir las primeras paladas de tierra sobre el féretro, lloré como nunca había llorado. Cry me a river. Porque me di cuenta de que nunca, nadie, me querría como ella me había querido. Puro egoismo.