Continúo ahora la narración hablando de alguien importante, sin cuyo concurso mi vda no hubiera sido igual o, directamente, no hubiera sido. Hablo de mi padre. Es curioso, releyendo lo escrito me he dado cuenta de lo mucho que le debo y de lo mucho que en el fondo le admiro –a pesar del odio que en algunos momentos pude sertir por él, de la indiferencia que me inspiraba en los últimos años de su vida.
Mi padre nació en Bilbao en 1925, en el seno de una familia pudiente pero no mucho. Mi abuelo Alfredo, de rancio abolengo vizcaino, sentía pasión por estirpes y blasones y siguiendo la tradición de sus mayores, era carlista. Y un carlista significado, pues trabajaba para el jefe de ese partido en la ciudad menos tradicionalista del País Vasco. Los carlistas o carcas no podían ni ver a los monárquicos alfonsinos, sus antagonistas en las guerras del siglo XIX. Ni a los nacionalistas sabinianos, que habían surgido en torno al 1900 como una escisón del tradicionalismo. Ni a los liberales o guiris, todos masones. Ni mucho menos a los republicanos y socialistas, el diablo con cuernos y rabo. O sea, tenían un montón de amigos. En cuanto a mi abuela, alavesa de una pequeña aldea perdida en la montaña, aparece en las fotos que de ella se conservan como una mujer seria, guapa, de mucho carácter. Apenas conozco nada de ella pues murió cuando mi padre tenía 5 ó 6 años. Sus hermanas –mis tías abuelas Evarista, Gregoria y Carmen- fueron las que criaron a mi padre y a sus hermanos –Pacho y Carmen- en el difícil periodo transcurrido entre el fallecimiento de mi abuela y el final de la Guerra Civil.
Al poco tiempo de empezar aquella contienda, mi abuelo fue detenido y encarcelado por las autoridades del gobierno vasco en un barco-prisión y, pocos días antes de entrar los sublevados en la ciudad, fusilado y abandonado medio muerto debajo de una pila de cadáveres. Milagrosamente rescatado y alcanzada la victoria por los de su bando, se vino a vivir a Madrid, al barrio de Chamberí, donde su antiguo jefe había instalado las oficinas centrales de una empresa metalúrgica en la que le ofreció trabajo. Mi padre comenzó a estudiar en un colegio religioso y pronto empezaron los problemas: Acostumbrado a la libertad que en los años precedentes le habían proporcionado la ausencia del padre y un entorno familiar dominado por mujeres, no podía aceptar fácilmente la retornada autoridad paterna ni la estricta disciplina de los curas. Parece ser que, para colmo de males, sufrió el acoso sexual de algún viejo sacerdote de su colegio, situación que denunció a mi abuelo sin que éste le diera el más mínimo crédito.
Las peleas entre padre e hijo eran continuas y, con diecisiete años, mi padre se alistó en la División Azul. Su plan consistía en llegar al frente de Rusia para poder desertar y pasarse al bando soviético. Desgraciadamente, un amigo de mi abuelo llegó a ver el apellido familiar en las listas de reclutados y aquel viaje a las estepas nunca tuvo lugar. Para gran disgusto de mi padre, que consideró perdida toda esperanza e intentó el suicidio. Sin éxito, pues la cuerda de la que colgaba se rompió con el peso.
En los años posteriores, mi padre tentó a la vida de mil maneras. Siempre deseando huir, estudió para marino mercante, practicó el boxeo, cumplió un larguísimo servicio militar en Segovia, durante el cual contrajo la tuberculosis. Se pudo curar gracias al reciente invento de la penicilina (el doctor Fleming era uno de sus ídolos). Gran lector, gran aficionado a la pintura, devoraba libros adquiridos de tapadillo en las trastiendas de ciertas librerías o pasaba horas abstraído en las salas del Prado. Finalmente estudió perito mercantil y entró a trabajar en un banco. La dura realidad.
En torno a 1950, comoció a mi madre en unos bailes pijo-domingueros que se organizaban entonces en el campo de rugby de la Ciudad Universitaria. Mi madre, que tenía por entonces unos diecinueve años, era la hija menor de siete hermanos en una familia pequeño-burguesa del barrio de Salamanca. Esbelta, femenina, con un tipo espectacular y curiosos rasgos exóticos, llamó poderosamente la atención de mi padre. También ella se fijó en seguida en aquel joven de aspecto elegante, un poco a lo Gary Cooper. Comenzó un largo noviazgo, que sólo acabaría en boda (1957) cuando los hermanos mayores de la novia amenazaron con tomar serias represalias si no se producía en seguida el mencionado enlace. Y es que mi padre no creía en el matrimonio. La consecuencia –aparte de mi nacimiento, un año después, y del de mi hermana en 1964- fue una penosa convivencia de dos personas que se habían querido cuando eran libres.
Mi padre vivía amargado por su sometimiento a las reglas sociales, por unos hijos que nunca deseó (al menos en mi caso, como me confesaría en cierta ocasión), por una mujer que le ataba a una existencia muy alejada de aquella vida aventurera que había soñado en su adolescencia. Mi madre, que hubiera sido feliz junto a un hombre más convencional, perdió enseguida la frívola alegría de sus primeros años. Poco después de mi nacimiento, padeció una grave y rara enfermedad, acromegalia. Originada por un tumor en la hipófisis, produce un anormal crecimiento de manos y pies, modifica las facciones de la cara y, si no es tratada, conduce a la muerte. Afortunadamente, recibió un novedoso tratamiento de radioterapia –en aquella época muy peligroso por poco experimentado- que detuvo la expansión del tumor.
El hecho es que durante esa enfermedad, su tratamiento y su convalecencia, pasé a vivir con mi abuela materna y mis tías solteras, que me convirtieron en un niño monstruosamente mimado e hiperprotegido.
Vuelvo a centrarme en mi padre: Durante los años cincuenta, había desarrollado una cierta actividad subversiva. Simpatizante -si no miembro de pleno derecho- del partido comunista, se significaba en la subterránea oposición sindicalista al régimen de Franco, participando por ejemplo en la preparación de la fracasada Huelga General Revolucionaria de 1954. La invasión soviética de Hungría en 1956 y las purgas producidas en el partido en aquellas fechas le alejaron, sin embargo, de la disciplina estalinista. A partir de entonces, si bien seguía próximo al movimiento sindical de izquierdas, no lo hacía desde una posición de militancia.
En 1964, con motivo de la celebración de los XXV años de paz, el Invicto Caudillo decidió organizar un referéndum –en teoría para aprobar una de sus Leyes Fundamentales, en la práctica para dotar al Régimen de una cierta apariencia pseudodemocrática. Por supuesto, la única propaganda permitida era la que solicitaba el SI en aquella consulta. Un día, jugando en el vestíbulo de casa, se me cayó al suelo un jarrón. No se rompió, pero del interior surgieron panfletos y octavillas que pedian rotundamente el NO. Yo tenía cinco o seis años, pero ya me daba cuenta de que aquello era un poco irregular (Lola Flores y Raphael decían en la tele que había que votar SI).
Los amigos "rojos" de mi padre nos visitaban con cierta frecuencia. Recuerdo uno que me parecía guapísimo, supermoderno, y que le había regalado a mi padre una insignia –de las que se ponen en el ojal de la americana- con el símbolo de la paz (make love, not war). Era la época de la guerra de Vietnam y mi padre estaba radicalmente en contra de los yanquis. Compraba revistas francesas (Paris Match, de cuyas páginas me traducía algunos comics) y discos de rock en inglés.
Pero durante las Navidades de 1967 tuvo lugar un extraño suceso: Mi padre desapareció. Una tarde no regresó a casa. Yo veía en la tele "Ultimátum a la Tierra" y esperaba a mi padre para preguntarle cosas sobre la película. Pero no llegó esa noche, ni la siguiente. Recuerdo a mi madre asustada, llorando, telefoneando a unos y a otros e intentando localizarle. Finalmente apareció, un par de días después: estaba enfermo o al menos esa fue la explicación oficial de mi madre, que me mantuvo siempre al margen de lo que había pasado. Permaneció encerrado durante días en el dormitorio y al reaparecer, había experimentado algunos cambios.
Para empezar, había dejado de hablar con sus amigos. Que en algunos casos se convirtieron en enemigos. Luego empezaron las llamadas telefónicas amenazantes: no me dejaban contestar al teléfono. Un día, volvía del colegio cuando se me acercó un individuo: Aparentemente simpático, sabía quien era yo y quien era mi padre. Lo conté en casa y durante una temporada tuve que ser escoltado a cierta distancia por mi madre o alguna de mis tías. Por último, mi padre compró una pistola de aire comprimido, de perdigones, y los domingos hacíamos excursiones a la sierra y me enseñaba a disparar sobre una diana.
Durante el siguiente verano tuvo lugar la invasión de Checoslovaquia por fuerzas del Pacto de Varsovia, que terminaron de manera abrupta con el experimento liberalizador de Dubcek. Por primera vez, mi padre hablaba mal de los rusos. Pero la cosa no terminaba ahí: Ahora, los buenos eran los americanos, que llegaban a la Luna en 1969 contra los antiguos pronósticos paternos –siempre había dicho que serían los soviéticos lo primeros en alcanzar el satélite. Y Franco no era tan malo. Y se presentaba en las elecciones a consejero sindical –los consejos de administración en esa época contaban con representantes de los trabajadores- y las ganaba con las bendiciones de la empresa.
Unos años más tarde, mi padre nos propone una divertida excursión cultural a Toledo, en compañía de un amigo suyo. El individuo en cuestión era un fanático fascista de la peor calaña y el motivo del viaje, asistir a un homenaje al fundador de Falange Auténtica, un discípulo de Jose Antonio que cayó en desgracia ante el franquismo por sus opiniones demasiado radicales. Sufro un ataque de histeria y salgo del restaurante llorando de rabia y de odio contenido.
En el otoño de 1975, Franco ordenaba sus últimos fusilamientos. Arreciaba una campaña internacional en contra del Régimen y Marruecos organizaba su Marcha Verde sobre el Sahara. Como en ocasiones similares, el gobierno de Arias Navarro organiza una megamanifestación de adhesión al Caudillo en la Plaza de Oriente. Y allí en medio estoy yo, con mis padres y mi primo Rafa. Me mareo, siento naúseas y abandonamos la concentración ante la inminente vomitona.
Durante la transición a la democracia, mi padre se suscribe a la revista Fuerza Nueva. Fraga y los chicos de Alianza Popular le parecen demasiado tibios. Y la tarde del 23 de febrero de 1981, mi padre exclama al llegar a casa: "¡Al fin!..."
Unos meses después y ante nuevos rumores de sables, el gobierno de UCD convoca a los ciudadanos a mostrar en sus balcones una bandera con la frase "viva la Constitución". Mi hermana adolescente sale de compras con sus amigas, prepara la enseña patria con letras autoadhesivas y la coloca en la ventana de su cuarto, que da a la calle. A la mañana siguiente, mi padre baja a comprar tabaco, investiga los balcones y ventanas de la vecindad y... descubre la traición en su propia casa. La bronca a mi hermana es tremenda, pero peor es la que me espera a mi cuando regreso, ya de noche. ¡¡La culpa la tienes tu, que compras El País y envenenas a tu hermana con esas ideas!!
¿Cómo y porqué se había producido esta metamorfosis? Nunca lo sabré. Supongo que cuando se tienen ideas radicales y –por la circunstacia que sea- se abandonan, es más facil adoptar las ideas radicales opuestas, pues ambas funcionan como esquemas simplificadores de una realidad demasiado compleja para ser asumida.
2 comentarios:
precioso, precioso. me he leido el blog (casi) de cabo a rabo. me ha llegado al alma lo de las películas de romanos y Sean Connery.
y ya se sabe: la familia, fuente de alegrías.
Gracias por tu comentario, JM. Es que Sean fue un mito erótico para mi generación. Y los peplums marcan mucho en la infancia, cuando vi Gladiator creí volver a mis nueve años...
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