En aquella época no había internet. Si se lo contabas a tus padres, lo mejor que podía pasar era que te enviasen al psiquiatra; y no podía confiar en ningún amigo porque lo más probable era que me dejara de hablar (peligro de contaminación). Por supuesto nunca se me ocurrió acudir al famoso confesor de los kostkitas, era notoria su inclinación por los imberbes y yo no estaba por ESA labor. Así que me sumergí en la lectura: en el fondo de un armario de casa se escondía la otra biblioteca de mi padre. Mucho libro "rojo" (Miguel Hernández, Jean Paul Sartre, Neruda...) y alguno "rosa" (Henry Miller, Sade, una novelita erótica hippie llamada "Candy" a imitación del Cándido de Voltaire, el Satiricón de Petronio, con su intenso recorrido por toda la geografía del sexo greco-latino). Entre estos últimos había una joya: "Psicología del Erotismo", escrita por autores americanos de la corriente más liberal. De un modo bastante didáctico deshacían en pedazos 4.000 años de tópicos represivos judeo-cristianos. La masturbación era sanísima y las conductas homosexuales y bisexuales, lo más normal del mundo. Lo verdaderamente malo era la inhibición de tus instintos eróticos.
Luego estaba confirmado, el error no estaba en mis gustos sino en la doctrina moral de la Iglesia. A partir de esas lecturas, mi fé se derrumbó y con ella, mi dedicación a los estudios. Seguía oficiando de monaguillo en la misa de los miércoles, asistía como siempre a la misa de los viernes en Maldonado 1, acompañaba a mi madre a la misa dominical, pero empecé a aborrecer todo aquello. Para colmo, ese año, mi odiado profesor de Gimnasia, un chulito falangista con bigote leather y gafas Ray-Ban, asumió también la clase de FEN, Formación del Espíritu Nacional. Rodeado de sus cachitas favoritos, se complacía en atormentar sádicamente a los que, por torpeza, constitución física o falta de entrenamiento, no lográbamos saltar el potro ni subir diez metros de cuerda. Odiaba al colegio, odiaba a los profesores y a mis compañeros, era injusto que un genio como yo tuviera que soportar tanta estupidez, tanta vejación. Mis notas empezaron a caer en picado, para sorpresa y desconsuelo familiar.
Entretanto, la situación de indisciplina en el colegio se hacía evidente día a día. Los castigos físicos y psicológicos que hasta entonces habían funcionado para mantener el orden ya no eran efectivos, porque a ver quien era el guapo de los profesores que se enfrentaba con unos maromos de uno noventa cuyos padres habían soltado una pasta gansa para que aprobaran a sus niños. Recuerdo un episodio especialmente chusco: Una tarde el profesor de Dibujo Técnico, un simpático y atolondrado anciano, tuvo que salir por patas del aula ante la avalancha de papeles, tizas y escupitajos arrojados sobre su persona. Al rato, se presentaron las fuerzas vivas: Don Javier, profesor de Latín y Griego - el doctor Goebbels de aquella santa casa, sádico, inteligente, amarillento de bilis y nicotina-, y el Führer en persona, Don Benito, propietario y director del colegio. Ante aquella aparición estelar, el alumnado se tranquilizó un poco y Don Benito aprovechó para soltar su discurso. Con el furor de un Moisés bajando del Sinaí, nos habló de la total carencia de valores en los chicos de nuestra generación. Con un estilo muy Kipling, nos informó de que Si... no cambiábamos de actitud ante la vida, seríamos siempre unas nenazas. Hasta ahí tenía cierta razón. Pero lo fundamental para él era la longitud de nuestros cabellos, origen de todos los vicios juveniles. Y nos reprochaba un excesivo interés por la ropa de moda. Al fin y al cabo, él había luchado en la batalla del Ebro, a veinte grados bajo cero, con la única protección de una camiseta de felpa. Así pues, el ejemplo a seguir era el de una generación de machos de verdad –mitad monjes, mitad soldados- que mataba rojos por los descampados en camiseta. Era patético.
Tras informar de éste y otros episodios parecidos en mi casa, y ante la preocupación de mis padres por el declive de mi rendimiento escolar, decidieron cambiarme de colegio.
Luego estaba confirmado, el error no estaba en mis gustos sino en la doctrina moral de la Iglesia. A partir de esas lecturas, mi fé se derrumbó y con ella, mi dedicación a los estudios. Seguía oficiando de monaguillo en la misa de los miércoles, asistía como siempre a la misa de los viernes en Maldonado 1, acompañaba a mi madre a la misa dominical, pero empecé a aborrecer todo aquello. Para colmo, ese año, mi odiado profesor de Gimnasia, un chulito falangista con bigote leather y gafas Ray-Ban, asumió también la clase de FEN, Formación del Espíritu Nacional. Rodeado de sus cachitas favoritos, se complacía en atormentar sádicamente a los que, por torpeza, constitución física o falta de entrenamiento, no lográbamos saltar el potro ni subir diez metros de cuerda. Odiaba al colegio, odiaba a los profesores y a mis compañeros, era injusto que un genio como yo tuviera que soportar tanta estupidez, tanta vejación. Mis notas empezaron a caer en picado, para sorpresa y desconsuelo familiar.
Entretanto, la situación de indisciplina en el colegio se hacía evidente día a día. Los castigos físicos y psicológicos que hasta entonces habían funcionado para mantener el orden ya no eran efectivos, porque a ver quien era el guapo de los profesores que se enfrentaba con unos maromos de uno noventa cuyos padres habían soltado una pasta gansa para que aprobaran a sus niños. Recuerdo un episodio especialmente chusco: Una tarde el profesor de Dibujo Técnico, un simpático y atolondrado anciano, tuvo que salir por patas del aula ante la avalancha de papeles, tizas y escupitajos arrojados sobre su persona. Al rato, se presentaron las fuerzas vivas: Don Javier, profesor de Latín y Griego - el doctor Goebbels de aquella santa casa, sádico, inteligente, amarillento de bilis y nicotina-, y el Führer en persona, Don Benito, propietario y director del colegio. Ante aquella aparición estelar, el alumnado se tranquilizó un poco y Don Benito aprovechó para soltar su discurso. Con el furor de un Moisés bajando del Sinaí, nos habló de la total carencia de valores en los chicos de nuestra generación. Con un estilo muy Kipling, nos informó de que Si... no cambiábamos de actitud ante la vida, seríamos siempre unas nenazas. Hasta ahí tenía cierta razón. Pero lo fundamental para él era la longitud de nuestros cabellos, origen de todos los vicios juveniles. Y nos reprochaba un excesivo interés por la ropa de moda. Al fin y al cabo, él había luchado en la batalla del Ebro, a veinte grados bajo cero, con la única protección de una camiseta de felpa. Así pues, el ejemplo a seguir era el de una generación de machos de verdad –mitad monjes, mitad soldados- que mataba rojos por los descampados en camiseta. Era patético.
Tras informar de éste y otros episodios parecidos en mi casa, y ante la preocupación de mis padres por el declive de mi rendimiento escolar, decidieron cambiarme de colegio.
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