03 octubre 2004

Continúa...

La dirección espiritual del Ramiro corría a cargo del padre Mindán "el Cuervo", viejo sacerdote opusdeísta, astuto pero poco conectado con la realidad. Cada pocos meses nos programaba la visita de algún grupo integrista especializado en adoctrinar a los jóvenes educandos. En cierta ocasión se presentaron en mi clase unos curitas misioneros. Empezaron proyectando filminas de jirafas en África pero pronto se centraron en su verdadero objetivo: mostrarnos la cruda realidad Kodakolor de las enfermedades venéreas en estado avanzado. Cuando ya estábamos a punto de echar la pota, apagaron el proyector y despacharon su discurso: Para mi sorpresa, no tenía nada que ver con la sífilis, sino con la masturbación, ese feo vicio que debilita las meninges provocando terribles enfermedades, la ceguera y en ocasiones la muerte. Naturalmente, la reacción de la clase fue de puro cachondeo: Todos estábamos ciegos.

Y yo más ciego que ninguno, seguía salidísimo y sin ninguna oportunidad de encontrar un primer amor, con lo bonito que hubiera sido. No es que yo fuera un Adonis, pero era guapito de cara, había crecido mucho –un poco demasiado- y ya no era el niño gordito de los catorce años. Y sexo en el instituto había a puñados, siempre de tapadillo pero bastante explosivo. Pero yo seguía en la inopia, evitando cualquier situación que pudiera poner en entredicho mi buena fama. Cada vez que estaba a punto de lanzarme a la orgía, siempre surgía algún pequeño escándalo que evidenciaba el peligro de ser descubierto in fraganti como maricón vocacional.
Porque a esas edades, en colegios e institutos que raramente eran mixtos, sin apenas contacto con el sexo opuesto y con mucha tensión hormonal en el ambiente, los juegos eróticos eventuales entre chicos eran muy frecuentes. Pero si te descubrían... estabas perdido, estigmatizado para siempre jamás.

Por lo demás, las clases de Religión eran bastante light. Las daba un cura progre, de los de jersey gris de ochos con cuello vuelto y cremallera. Con más pluma que el sombrero de María Jiménez, intentaba reconducir nuestra catequesis en el sentido de la ultimísima moda vaticana. La consigna, el lema repetido una y otra vez era "Dios es Amor". A buenas horas. O sea, que desde nuestra más tierna infancia se nos había intentado transmitir el temor a un Dios justiciero y vengativo, Señor de los Ejércitos, que premiaba a los buenos y castigaba (con terribles tormentos) a los malos... ¿Y ahora nos venían con esa mariconada del Amor? No colaba.

No hay comentarios: