Mi padre murió en el verano de 1999, repentinamente y en la soledad de su casa. Yo estaba pasando unos días de vacaciones en Bélgica y me enteré al llegar. Fue incinerado y enterramos la urna en la tumba de mi madre y de mis abuelos maternos. El cura del cementerio rezó un responso, encomendándole a un Dios en el que nunca creyó. El sacerdote, que tenía una lista de nombres de difuntos anotada en un papel, se equivocó varias veces y en lugar del nombre de mi padre, Alfredo, pronunció Alberto o Antonio o Arturo. Así que seguramente el responso no fue válido. Mi padre se hubiera reído.
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