29 noviembre 2006

China – Diario de viaje – Beijing (I)

07/11/2006

A las 7:45 h. aparece nuestro suntuoso Buick, para llevarnos al aeropuerto de Xi’an. Llegamos enseguida y vamos al mostrador de facturación. Mi maleta está a punto de reventar y supera un poco los 20 kgs. reglamentarios. Al pasar por el escáner, pita la alarma y se enciende una luz roja. Se acerca un policía. Acojone total. Abro la maleta, revisa el contenido y descubre un paquetito: Es un reloj despertador, encargo de una amiga que estuvo hace poco en China y no llegó a comprarlo (pero se quedó con ganas). En la esfera, la efigie del Gran Timonel sonríe mientras agita la manita en un simpático gesto de bienvenida al ritmo del tic-tac. Al policía le parece muy gracioso, me pregunta cuánto me costó. Uff. Vuelo sin grandes emociones: Historia de China, zumo de naranja y cacahuetes. El aeropuerto de Pekín –me resisto a decir Beijing, existiendo la versión española- es moderno y cómodo. Cogemos un taxi a la ciudad, 8 euros hasta el hotel Novotel Xinqiao, muy cerca de la Ciudad Prohibida. Es mediodía, brilla el sol y salimos a dar una vuelta por Tiananmen. Entramos a comer en un Kentucky Fried Chicken (el más popular de los restaurantes chinos). Sopa de setas, pollo frito envuelto en pan de pita y ensaladilla rusa al curry. Llegamos a la plaza. Las dimensiones son indescriptibles, grandiosas. Miles de chinos hacen cola para entrar al mauseleo del Gran Líder. Van en grupos de excursionistas, tocados con gorras de colores, dirigidos por guías armados con megáfonos y banderitas a juego. Estética imperial-socialista. Banderas rojas, zapatillas Nike y teléfonos móviles. En una esquina, una maqueta reproduce con fidelidad el Potala de Lhasa y enfrente, unos guardias vigilan la seguridad de las mascotas de la próxima olimpiada. Tras un pequeño ataque de diarrea (que me obliga a regresar corriendo al KFC), bajamos por la calle que sale de la plaza en dirección Sur. Interminables cartelones de publicidad tapan las obras de remodelación de barrios enteros con motivo del magno evento deportivo. Así llegamos al parque que rodea el Templo del Cielo, uno de los monumentos “top ten” de Pekín. Es un parque tranquilo y agradable. En una glorieta vemos a unos ciudadanos bailando tangos con bastante gracia. Al llegar a la avenida central aparece el templo. De nuevo impresiona la dimensión colosal del edificio. La luz dorada de la tarde acentúa la riqueza de las decoraciones, los vivos colores de paredes y tejados. Tomamos un refresco de té verde (japonés) en una terraza, pero sin poder relajarnos porque se nos pone en la chepa una vieja mendiga de las que van recogiendo botellas de pet vacías. Volvemos al hotel en taxi: los precios de las carreras son ridículos y todos llevan taxímetro, el problema suele ser comunicarte con el taxista. Descansamos un par de horas y salimos a cenar. La guía recomienda un restaurante con vistas al foso que rodea la Ciudad Prohibida, “The Courtyard”. Allá vamos, pasando por una zona animadísima de tiendas (Wangfujing) y un mercadillo nocturno de tapas y pinchos morunos. Desde un cartelón de publicidad nos saluda la selección nacional (española) de baloncesto. Campeones. Llegamos al restaurante y resulta ser de cocina occidental, tirando a francesa. Sofisticada decoración –es también una galería de arte- y precios también sofisticados y occidentales. Pero nos damos el lujo, al fin y al cabo es nuestro decimoprimer aniversario. Tomamos un vino blanco chino (muy bueno, que se vayan preparando en Rueda y en Rioja). Un entrante de foie y después Alfonso toma pato y yo vieiras. De postre, cheesecake y crème brûlée (vulgo crema catalana) al jengibre. Todo muy rico. Con el vino nos hemos agarrado un ligero pedal y al salir nos perdemos, internándonos sin darnos cuenta en la Ciudad Prohibida. Al intentar torcer por una calle, unos soldados nos gritan histéricos desde la garita: ¡¡¡Nooo!!!. Estábamos a punto de salir del recinto imperial por la puerta grande, debajo justo del retrato de Mao, y es una zona cerrada al público durante la noche.

08/11/2006

Desayuno en el bufet del hotel y caminamos hasta la puerta principal de la Ciudad Prohibida. Compramos los tickets y una audioguía en castellano, lo último en tecnología oriental. Hay muchos grupos de turistas con banderitas y gorras de colores, pero todo es tan grande que ni se nota. Todo es tremendo, enorme, gigantesco, sobrehumano. Algunos de los edificios más importantes están en restauración, tapados por andamios. La arquitectura es bella y armoniosa -si bien un tanto repetitiva-, pero además, la Ciudad Prohibida es un museo que exhibe mobiliario, joyas, porcelanas, bronces... Son especialmente curiosos los pabellones dedicados a Puyi –el último emperador, el de la peli de Bertolucci- y a su tía abuela, la emperatriz viuda Cixi, una verdadera bruja que gobernó China durante medio siglo. Vagabundeamos por todo el recinto durante horas, hasta que ya no podemos asimilar ni un solo detalle cultural más. A eso de las dos de la tarde ingerimos unos fideos instantáneos en los jardines que dan a la puerta norte. Tras el piscolabis, damos por terminada la visita y salimos a una ancha avenida que cruzamos para subir al Monte del Carbón. Es un parque situado al norte de la Ciudad Prohibida, con una torre desde la que se tiene una de sus mejores vistas. El problema es que hay tantos chinos empujando, escupiendo, dando codazos, que pronto nos hartamos y nos vamos enseguida.

A estas alturas se hace imprescindible una sucinta reflexión sobre los chinos. Son admirables en muchos sentidos: Han elaborado una de las culturas más refinadas; Durante milenios han mostrado al mundo la superioridad de su filosofía, de su ingenio; Han conseguido salir de la postración colonialista y crear una potencia de primer orden, que algún día dominará el planeta. Pero son insoportables. No sé cómo ni por qué, pero han sido educados en el más estricto egoísmo. Carecen totalmente de cualquier sentido de solidaridad o empatía con el prójimo. Y desconocen por completo las reglas básicas de comportamiento ciudadano, lo que en mi infancia se llamaba “urbanidad”. Escupen contínuamente. Ellos y ellas. Se aclaran la garganta con un ronco sonido estentóreo y arrojan con fuerza a la calle esputos tamaño familiar. Hablan a gritos, empujan, dan codazos, se cuelan, no respetan una cola ni locos. Y al conducir, la cosa empeora: Los semáforos son puramente decorativos, no digamos los pasos de cebra. Cruzar una calle se convierte en un deporte de alto riesgo. Van con sus flamantes Mercedes por sus flamantes autopistas, adelantando por el carril de la izquierda. De repente, les llaman al móvil o sienten ganas de rascarse el escroto. Entonces frenan en seco, estén donde estén, les da lo mismo si tienen algún otro coche detrás. Sé que más de uno me acusará de criticar al (milenario) pueblo chino desde una perspectiva eurocéntrica. Pues vale, me alegro, soy eurocéntrico, qué le vamos a hacer. Sólo digo que alguien debería explicarles que su comportamiento no es aceptable y les llevará a la autodestrucción, anegadas las fértiles llanuras del valle del Yangtsé en un inmundo mar de gargajos.

Tras este pequeño desahogo, procedo a retomar mi relato donde lo dejé: En el monte del Carbón, rodeados de grupos de gritones turistas chinos, empeñados en meterse en todas partes a empujones, estropeando y estropeándose lo que podría haber sido una grata experiencia. Al bajar, tomamos un taxi a la mansión del príncipe Gong, un palacete del siglo XVIII situado al norte de la ciudad, en Shichahai, una zona de “hutongs”. Un hutong viene a ser un barrio de casitas bajas con jardines y patios, con calles estrechas y un sistema de vida tradicional, en oposición a los desarrollos urbanos contemporáneos, caracterizados por la construcción en vertical y las grandes avenidas. Ya cerca de nuestro destino, el taxi enfila un callejón y de pronto es detenido por un individuo de aspecto mafioso, que parece dar órdenes al taxista. Pagamos y nos bajamos para encontrarnos con un ejército de caza-turistas: Quieren a toda costa montarnos en un rickshaw a pedales, típica turistada, equivalente a pasear en calesa por Sevilla o por el Central Park de Nueva York. Nos ponemos algo nerviosos, porque estamos un poco perdidos y la insistencia de los mafiosos no conoce límite. Finalmente, encontramos el camino y llegamos enseguida a la mansion Gong. Y está tan atestada de grupos de chinos con gorrita que es imposible ver nada. Escapamos y salimos al parque que rodea un complejo de lagos artificiales interconectados. Aquí la cosa mejora, el paisaje es precioso y disfrutamos del paseo. Cruzando un pequeño puente llegamos al complejo de las torres de vigilancia de Pekín: La Torre de la Campana y la Torre del Tambor, imponentes construcciones cívicas cuya principal función consistía en dar la hora exacta a los pekineses de antaño. Subimos a la del Tambor, con estupendas vistas de la ciudad desde la terraza del piso superior. Dentro, un pequeño museo con una curiosa clepsidra y grandes tambores. Son las cuatro en punto de la tarde y de repente salen tres funcionarios y nos ofrecen un bonito concierto de percusión. Taxi a la zona comercial de Wangfujing, una amplia avenida semi-peatonal con tiendas de todos los colores. Hacemos merienda-cena en un McDonald’s y nos metemos a continuación en la Beijing Foreign Languages Bookshop, hermosa librería de varios pisos con ediciones chinas en todos los idiomas a precio de ganga. Me compro dos preciosidades en inglés: “Story of the Silk Road” y “Chinese Foods”. A la salida, Alfonso se compra un anorak muy abrigadito por 20 euros y volvemos al hotel. Comprobamos los emails, vemos un poco la tele –nos enteramos del resultado de las elecciones parlamentarias en EE.UU.- y a mimir.


2 comentarios:

jm dijo...

enhorabuena por ese aniversario

Alfredo dijo...

gracias, jm, sólo tu me comprendes...