Domingo 10 de junio. Desayuno en el hotel y salimos en coche hacia Galilea y la costa del lago Tiberiades. Primera parada en el mismo Tel Aviv, museo de la Diáspora. Nos perdemos varias veces y acabamos siempre en callejones sin salida dentro de urbanizaciones de apartamentos nuevecitos. Por fin localizamos el museo, dentro del recinto de la Universidad. Es interesante, muy didáctico y con unas bonitas maquetas que reproducen con exactitud sinagogas de todo el mundo, entre ellas la de Santa María la Blanca de Toledo. Parece que Isabel y Fernando no son muy valorados aquí por algún pecadillo sin importancia. Legiones de niños dando gritos. Seguimos viaje hasta Cesarea, las ruinas de la antigua ciudad que fue capital administrativa de la Palestina romana. Bonito, porque está al borde del mar, pero sin comparación con las cosas que hemos de ver en adelante. Comemos allí mismo, unas pizzas, y continuamos hasta Tiberias.
En fin, aquí se supone que empezó todo el jaleo: Jesús se dedicó a reclutar apóstoles entre los pescadores del lago y acabó caminando sobre las aguas. Nuestro hotel es un decadente edificio años setenta con pretensiones de lujo internacional. Tiene una pequeña playa privada y una piscina, así que rápidamente bajamos en bañador, pero no dejan meterse al agua porque el vigilante no está de servicio. De hecho no hay nadie. Hace muchísimo calor y un sfumatto brumoso difumina los contornos del paisaje. Calma chicha sólo interrumpida por un creciente rumor de música moruna. Nos damos cuenta de que proviene de una lancha motora que viene acercándose a la orilla, en dirección a un embarcadero cercano. A bordo, los excursionistas bailan sus cosas folklóricas.
Subimos de nuevo a la habitación, nos cambiamos y salimos a dar un paseo y a cenar. Al salir de la habitación, vemos una placa con una letra del alfabeto hebreo atornillada al quicio de nuestra puerta. Hay una en cada puerta. Es la letra “shin” en una “mezuzah”. Se supone que uno no debe salir de casa –ni de la habitación del hotel- sin darle un toque reverencial. Es algo así como cuando mi madre rezaba a San Cristóbal al arrancar el coche. Al bajar, observamos un cartel sobre uno de los ascensores: “Shabbat Elevator”. ¿Ascensor del sábado? ¿Qué es éso? Pues resulta que los judíos que cumplan con los preceptos de su religión no deben ni tan siquiera apretar un botón durante el sábado, de manera que existe en todos los edificios al menos un ascensor que hace paradas en cada planta de forma automática.
Paseo por el centro –un continuo mercadillo, sin más interés- y cena en una terraza al borde del lago: Pez de San Pedro, algo parecido a una dorada, bastante bueno. Hace tanto calor que han puesto ventiladores para simular un poco de brisa marina.
En fin, aquí se supone que empezó todo el jaleo: Jesús se dedicó a reclutar apóstoles entre los pescadores del lago y acabó caminando sobre las aguas. Nuestro hotel es un decadente edificio años setenta con pretensiones de lujo internacional. Tiene una pequeña playa privada y una piscina, así que rápidamente bajamos en bañador, pero no dejan meterse al agua porque el vigilante no está de servicio. De hecho no hay nadie. Hace muchísimo calor y un sfumatto brumoso difumina los contornos del paisaje. Calma chicha sólo interrumpida por un creciente rumor de música moruna. Nos damos cuenta de que proviene de una lancha motora que viene acercándose a la orilla, en dirección a un embarcadero cercano. A bordo, los excursionistas bailan sus cosas folklóricas.
Subimos de nuevo a la habitación, nos cambiamos y salimos a dar un paseo y a cenar. Al salir de la habitación, vemos una placa con una letra del alfabeto hebreo atornillada al quicio de nuestra puerta. Hay una en cada puerta. Es la letra “shin” en una “mezuzah”. Se supone que uno no debe salir de casa –ni de la habitación del hotel- sin darle un toque reverencial. Es algo así como cuando mi madre rezaba a San Cristóbal al arrancar el coche. Al bajar, observamos un cartel sobre uno de los ascensores: “Shabbat Elevator”. ¿Ascensor del sábado? ¿Qué es éso? Pues resulta que los judíos que cumplan con los preceptos de su religión no deben ni tan siquiera apretar un botón durante el sábado, de manera que existe en todos los edificios al menos un ascensor que hace paradas en cada planta de forma automática.
Paseo por el centro –un continuo mercadillo, sin más interés- y cena en una terraza al borde del lago: Pez de San Pedro, algo parecido a una dorada, bastante bueno. Hace tanto calor que han puesto ventiladores para simular un poco de brisa marina.
1 comentario:
me ha encantado lo de fernando e isabel y que no son valorados por allí, jajajaja, fijo.
y lo del ascensor es flipante.
les parecerán a ellos raras nuestras costumbres, no sé, estas cosas te hacen sentir lo arbitario que es todo según dónde y con quién estés.
un abrazo.
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