Miércoles 13 de junio. Nos levantamos muy temprano, desayunamos en el hotel y entramos en la ciudad vieja por la puerta de Damasco, que conduce inmediatamente al barrio musulmán. A esa hora las calles del zoco están casi vacías, sólo algunos comerciantes abriendo sus tiendas de frutas y verduras, carritos de reparto que acarrean mercancías. Tengo la sensación de haber traspasado el umbral del espacio-tiempo y encontrarme en plena Edad Media –no importan las tiendas de electrónica o los carteles con reivindicaciones políticas, todo indica que Saladino en persona puede aparecer en cualquier momento a la vuelta de la esquina.
Tratamos de llegar a la explanada de las mezquitas, que sólo dejan visitar a primera hora del día. Todos y cada uno de los callejones que llevan hasta allí terminan en una puerta cerrada y vigilada por soldados israelíes. Nos indican que debemos entrar desde la plaza que da al Muro de las Lamentaciones. Así lo hacemos: tras pasar un control de seguridad, ascendemos a la explanada por una rampa, una especie de pasillo forrado de madera por todas partes. Sólo algunas rendijas permiten vislumbrar la plaza de abajo. El pasadizo acorazado tiene su razón de ser: Los judíos ultraortodoxos se dedicaban a tirar piedras a los turistas que osaban hollar el suelo sagrado del antiguo Templo de Salomón (qué majos). Vemos grandes carteles que advierten al judío practicante sobre la estricta prohibición impuesta por sus jefes religiosos para acceder al lugar.
La explanada. La Cúpula de la Roca y la Mezquita de Al-Aqsa. Hay pocos lugares en el mundo que presenten este delicado equilibrio entre poderío y espiritualidad, lujo y belleza. La mezquita, de marmol blanco y elegante sencillez, se enfrenta a la cúpula –en un nivel ligeramente superior- suntuosa, dorada y azul. Aúrea media naranja sobre un octaedro de azulejos. Rodeada de jardines bien cuidados, pórticos con columnas y capiteles bizantinos, fuentes y templetes. Sólo unos pocos turistas asombrados, la mayoría japoneses.
Salimos hacia la Vía Dolorosa y la puerta de los Leones o de Saladino. Cerca de allí, la iglesia de Santa Ana, una de las pocas que se conserva de la época de las Cruzadas. En el mismo recinto se pueden visitar una cisterna de época romana y los restos de una basílica bizantina. Según la tradición, es el lugar donde Jesús realizó no sé qué milagro, sanando a un paralítico. Pero antes ya era lugar de culto a Serapis o a Esculapio, dioses curanderos. Nada es original, todos han copiado a todos en esta ciudad de memorias superpuestas.
Nos internamos después en el barrio cristiano. Ante una capillita armenia, observamos la figura estática de una monja. De lejos parece un maniquí del Corte Inglés o una figura de cera, una estilizada Barbie Mística. Tenemos que acercarnos mucho –casi la llegamos a tocar- para comprobar que es de carne y hueso. Está en éxtasis, parece una estampita. Seguimos hacia el Santo Sepulcro y, por el camino, nos cruzamos con un grupo de peregrinos españoles (marujas y jubilados) que van rezando las estaciones del Via Crucis. Entre estación y estación, animan el cotarro con sus píos cánticos. En las tiendas de souvenirs se ofrecen crucifijos, rosarios, coronas de espinas...
El Santo Sepulcro. Una aglomeración de templos, iglesias y criptas construídas unas sobre otras. Católicos, ortodoxos, armenios, siriacos, coptos y etíopes comparten espacios según un complicado protocolo que regula ceremonias, atribuciones y horarios. Y aquí sólo están las sectas de rancio abolengo: Protestantes, luteranos y herejes diversos se han quedado fuera –menos mal, sólo nos faltaban estos parvenú-, en otra iglesia cercana.
Predominan los turistas europeos y americanos. Todo lo quieren ver y tocar, sobre todo la losa de marmol sobado que hay a la entrada, rodeada de lámparas y farolillos. Desprende una especie de rocío aceitoso que palpan con unción, esperando algún milagro. En una recargada capilla -sobre una roca que afirman es el mismo Gólgota- volvemos a ver a sor Barbie, otra vez transida de dolor divino (o serán esas hemorroídes que no le dejan vivir?). Llegamos a la Aedícula, el cogollito, el mismo panteón que aloja la tumba del Cristo. Hay que hacer cola para entrar y un pope ortodoxo regula el tráfico, ya que sólo pueden entrar seis personas al mismo tiempo por una abertura estrecha, de la altura de un niño de siete años. Un agobio, vaya. Entro y no veo nada de particular: Una losa sin inscripciones y encima unos candelabros dorados. Claustrofóbico perdido, salgo corriendo.
Unos cafés, mucha agua y seguimos nuestro camino. Iglesia de la Dormición de la Virgen, neorománica (del 1910) pero bastante bonita y armoniosa, con una cripta digna de una peli de terror. En la tienda venden velas arcoiris, muy gay. Justo al lado, el Cenáculo de la Última Cena (un salón gótico en realidad) y me pregunto si cocinaron allí mismo o les trajeron el catering. También allí se puede visitar la Tumba del Rey David, anunciada como “templo ecuménico por la paz”. Una birria. No cobran entrada pero al salir exigen un donativo. Como no damos un duro, el encargado de la puerta se pone a gritarnos cosas terribles en arameo.
Vuelta al hotel y siesta.
3 comentarios:
Interesante...
tiene que ser fuerte la presencia de los soldados israelíes en espacios tan históricos ...y simbólicos.
qué agnóstico, y descreído.... jajaja
en vez de uniros al via crucis con la maris haciendo rabiar al arameo.
un abrazo.
Sí, muy interesante. En estos lugares creo que resulta complicado separar historia y leyenda.
Saludos.
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