14 julio 2005

Mi vida. 1990. Estambul.



En Enero de 1990 estoy en Estambul, de turismo con Ignacio. Hace un frío polar, llueve a mares y anochece a las cuatro de la tarde. Después de un par de días de visitas culturales, lo que nos apetece de verdad es un poco de puteo, conocer los detalles de una verdadera pasión turca.
Como vamos sin Spartacus ni ningún tipo de información, metemos contínuamente la pata. Paseando cerca del Hipódromo, unos chulazos que venden costo nos abordan: "What are you looking for, boys?, are you looking for HASH?". Ignacio entiende "Are you looking for US?" y, muy refitolero, les contesta: "No, because your’re very ugly!".

Pero lo peor acontece una noche, al salir medio pedos de tomar una copa en la cafetería del Sheraton, junto a la plaza Taksim. Sabemos que dicha plaza es conocida por su animado ambiente nocturno. Que se limita a cuatro mariquitas infumables y unos cuantos chaperos de aspecto peligroso. Cuando estamos a punto de tomar un taxi para volver a nuestro hotel, aparece el Hombre. Alto, guapo, con bigote a la turca, perfectamente trajeado, entabla conversación con nosotros en inglés. Ignacio, que tiene el puntito alcohólico un poco mayor que el mío, le pregunta directamente por sitios de ligue. El Hombre responde que nos lleva a tomar una copa en la mejor disco gay de la ciudad, muy cerca de allí. Comenzamos a andar los tres por una avenida desierta. Poco después doblamos por un callejón infecto y oscuro. Al fondo, un luminoso de neón: "Caravelle Night Club". A mi aquello me da muy mala pinta, pero Ignacio está lanzado y entusiasmado con su conquista.

Según entramos, veo clarísima la encerrona. El local está vacío, pero nos sientan en un rincón del fondo, junto al pequeño escenario en donde una pilingui ejecuta lastimeramente la danza del vientre. Y se nos sientan a la mesa dos travestones con la clara intención de meternos mano e incitarnos al descorche. Ignacio sigue atontao y no reacciona cuando nos traen unas cervezas y unos paquetes de Marlboro que ha pedido nuestro Hombre. Inicia una animada charla con su travelo mientras yo intento evitar el acoso del que me ha tocado en la rifa. Cuando consigo zafarme y pedir la cuenta, las cosas empiezan a ponerse feas. La cuenta asciende a la bonita suma de 150 dólares (unas 20.000 pesetas de la época) y, al protestar por el abuso, el simpático camarero se pone furioso en otomano. Nuestro Hombre nos advierte: Salir a la calle (al oscuro callejón) sin haber apoquinado la deuda es "very dangerous".

Entonces recurro a la mejor de mis interpretaciones, modo mariquita dramática. No tenemos dinero, somos muy pobres, estamos aterrorizados y confusos, suplicamos su clemencia. Les enseño la cartera, les ofrezco todo lo que llevo (unos 30 dólares. En un bolsillo interior de la cazadora llevaba otros 300, pero eso no se lo digo) y les indico que tendremos que volver andando a nuestro lejano hotel, ya que nos hemos quedado sin blanca para un taxi. Tras un breve cruce de palabras entre el Hombre y los mafiosos del Caravelle, quedamos en libertad. Mientras andamos entre sombras por el callejón y hacia las luces de la avenida, un borrachísimo Ignacio va soltando maldiciones, con históricas referencias a Lepanto y Don Juan de Austria.

Un par de noches después, mientras damos vueltas inútilmente por una ciudad gigantesca e inhóspita buscando algo que tenemos de sobra en casa, Ignacio me confiesa su profunda desesperanza: tenemos algo más de treinta años, todas nuestras historias sentimentales han sido sonoros fracasos, seguimos viviendo con nuestros padres, y cuando éstos mueran estaremos sólos en la vida. Se plantea hasta cambiar de acera y casarse, tener hijos...

Intento consolarle y ser positivo, pero lo cierto es que también yo atravieso una crisis desde el otoño anterior.

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