13 de agosto. Destino Atenas con Olympic. En el avión, el ya familiar sonido del griego moderno (parakaló, parakaló), una especie de jerga incomprensible que sin embargo suena muy parecida al español: "komunistikó coma helados" significa "partido comunista de Grecia". En la mochila, un libro: "Limones Amargos" de Lawrence Durrell. Entre 1953 y 1956, Durrell vivió en Chipre y en el libro refleja sus experiencias y su pena por el conflicto de nacionalismos que vivió –y todavía vive- esa isla.
14 de agosto. Calor. Por la mañana, visita al renovado Museo Nacional de Arqueología. Comemos un sandwich en una terraza junto a la catedral ortodoxa y, por la tarde, esperamos en la plaza Sindagma la llegada de Javier desde Barcelona. Nos llaman al móvil desde Madrid: parece ser que se ha estrellado aquí, cerca de Atenas, un avión que volaba de Chipre a Praga. Esa misma tarde, al caer el sol, visita a la Acrópolis. A esa hora tiene una luz especial, amarillenta, muy ateniense. Cena en Plaka, en una terraza típica atestada de turistas, a base de "meze", surtido de tapitas y ensaladas de la tierra.
15 de agosto. Más calor. Aquí también celebran (y mucho) la Asunción de la Virgen. Así que todo el mundo se ha marchado a la playa aprovechando el puente y en Atenas sólo quedamos cuatro turistas despistados y los emigrantes paquistaníes, que son multitud. Regreso al Museo Arqueológico para que lo conozca Javier, paseo por las principales avenidas y unas cervezas en Kolonaki (su barrio de Salamanca), en la terraza más pija de la Hélade. Comida en el área turística de Monastiraki, en una taberna pseudotípica. Por la tarde, una corta siesta y subida en funicular al monte Licabitos, con las mejores vistas de la ciudad y la Acrópolis al fondo, al atardecer. Cena ligera en una terraza de Kolonaki, en un ambiente como de California 47 en sus buenos tiempos. Luego, intentamos encontrar el clásico bar de ambiente "Aleko’s Island", pero nos hacemos un lío con las calles y, como estamos cansados, nos volvemos al hotel.
16 de agosto. Mucho más calor. Llegamos a Chipre, al aeropuerto de Larnaka, tras un vuelo bastante corto. Primer contacto: alquilar un coche. Un Honda Civic tres volúmenes, bastante chulo, con espacio suficiente para los baúles que acarreamos y nuestras tres grandes humanidades. Pero el volante está a la derecha. Porque aquí se conduce a lo británico, por la izquierda. Javier insiste en ser el primero en conducir (se ve que no se fía de nosotros). Por la autopista, todo va bien, pero al entrar en la ciudad de Lémessos (Limasol), calcula mal las distancias y se lleva por delante el retrovisor de una furgoneta que está aparcada. Huímos, como vulgares Farruquitos. Javier decide que él ya no conduce más. El hotel está muy bien, con piscina y playa propia, y las habitaciones son amplias y cómodas. Pero la ciudad nos decepciona: son kilómetros de hoteles y apartamentos en torno a una avenida con un tráfico insoportable. Y los precios son también británicos: resulta que la moneda nacional es la libra chipriota y la relación de cambio con el euro es tan irreal como esos restaurantes chinos que salpican la avenida. Por lo demás, tanto los turistas como el personal de hostelería son básicamente rusos y exsoviéticos. Cenamos (espléndidamente) en el Club Naútico, el único lugar que nos parece verdaderamente chipriota.
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