24 de agosto: Día de asueto. Lectura y relajación. Tumbona, playa y piscina. Cena en restaurante mejicano, con fondo musical de canciones en español -pero de cualquier sitio menos de Méjico.
25 de agosto: Madrugamos y nos ponemos en camino a Nicosia. Según llegamos, aparcamos cerca del paso del "Ladria Palace" y caminamos hasta el puesto fronterizo. Allí concertamos el alquiler de un coche baratito, que debemos recoger después en las oficinas de la compañía. Entonces nos damos cuenta de que nos hemos dejado el pasaporte en el hotel. Gran disgusto. Pero no paaasssaa naaadaa: Nos dejan pasar con el DNI. ¡Tanta frontera, tanto muro con alambradas, y a la hora de la verdad esto es un coladero!.
Caminamos hasta las oficinas del rent-a-car y pasamos por un barrio moderno, con edificios oficiales y mucho bronce triunfalista. El vehículo en cuestión resulta ser un Suzuki Jimny de cuando reinó Carolo, muy chulo pero harto incómodo de conducir. Inasequible al desaliento, Alfonso se pone al volante y en seguida domina a la bestia. Enfilamos la carretera de Kyrenia (Girne en turco), la principal población de la costa norte. A lo lejos divisamos las crestas de la "cordillera gótica", llamada así por el rosario de castillos, iglesias y otras costrucciones de tal estilo, dejadas allí por los caballeros francos durante la Edad Media.
Antes de llegar nos desvíamos a la izquierda por una carreterilla que asciende estre campos de tiro del ejército turco hasta el castillo de San Hilarión. De origen bizantino, fue ampliado y reforzado por los Lusiñán. Se conserva en buen estado y el emplazamiento es muy atractivo: encaramado en lo alto de la montaña y mirando al Mediterráneo, más azul que en un folleto turístico. Tras el intenso ejercicio aeróbico -subiendo y bajando escaleras de piedra-, seguimos viaje hasta Kyrenia. Allí nos instalamos en una terraza del puerto para tomarnos una cerveza (una Efes turca) y descansar un rato hasta la hora de la comida. Comemos en otra terraza y tardan un siglo en servirnos. Después de comer visitamos el castillo, mole de piedra dorada que domina el frente marítimo de la ciudad. Desde sus almenas se divisa la ensenada que forman los restos del antiguo puerto romano. En sus aguas verde esmeralda nadan unos chicos del pueblo.
Antes de volver al sur tenemos una visita obligada: Bellapaís. Fue aquí donde Lawrence Durrell compró una casa en 1953 y donde residió la mayor parte del tiempo que relata en su libro. El pueblo recibe su nombre de la abadía gótica: Los monjes franceses que la fundaron la llamaron "de la Paix", y los venecianos lo cambiaron a "Bella País". Emplazada en las laderas de la cordillera y con una espléndida vista de toda la costa, la abadía en ruinas produce un efecto visual sorprendente, resultado una vez más de la mezcla de arquitectura occidental y entorno exótico. De todas formas, muchas cosas han cambiado desde que Durrell se fue: La aldea de campesinos griegos se ha transformado en un lugar turístico habitado por turcos, la famosa campiña de árboles frutales está ahora plagada de chalets de dudoso gusto y el Árbol de la Ociosidad –bajo cuyas ramas se reunían los paisanos a ver pasar el tiempo- es sólo un retoño insertado en la terraza de un restaurante. O témpora, o mores!
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